Artículo publicado en el diario Las Provincias del domingo 29 de noviembre del 2015. Tener y dar por Higinio Marín, Profesor de Filosofía de la Universidad CEU Cardenal Herrera de Valencia.
«Si se piensa bien se verá que el paro reduce las personas a una pobreza más crítica aunque menos urgente que la de no tener: no poder dar. No se trata de la penosa obviedad de que quien carece de lo necesario malamente podrá dar a otros. Sino de que el paro reduce a las personas a la condición de quienes no tienen nada que ofrecer o, al menos, nadie lo espera de ellos. Por tanto, antes y más definitivamente que no poder consumir, el paro induce una pobreza más insidiosa. Y es que la escasez más esencial no radica en la imposibilidad de tener sino en la incapacidad de dar. Obviamente quien nada tiene nada podrá dar, pero tampoco es seguro que quien posea en abundancia tenga el poder de dar. Para empezar es del todo necesario caer en la cuenta de que solo hay un modo de dar: gratis. Todo lo que no sea gratuito tampoco es propiamente un dar, sino un intercambiar, invertir, fiar o prestar. Dar siempre es dar de más o no es dar. Para dar hay que excederse o no se da.
Sin embargo, esa gratuidad no solo es perfectamente simultaneable con la realización de trabajos remunerados o la prestación de servicios contratados, sino que la perfección con la que se realizan solo se alcanza mediante ese exceso por el que llevamos lo que hacemos hasta un punto de perfección que nos compromete. Por eso todo trabajo bien hecho, por bien remunerado que haya sido, solo se reconoce cumplidamente mediante la gratitud. Así que en la obra bien hecha hay un exceso libre que tiene la forma de la gratuidad y a la que solo le hace justicia la gratuidad del reconocimiento.
Pero entre las formas de dar hay una que requiere renunciar a dejar obligado al que recibe: el regalo. Y es que para poder regalar hace falta un poder grande, mucho más difícil de adquirir que cualquier objeto y que consiste en ser capaz de dar desinteresadamente. Tan difícil de lograr es ese desinterés que muchos lo dan por imposible. Y en cierto sentido es así, en efecto, pero solo en cierto sentido; porque quien da tiene una expectativa irrenunciable, a saber: que el otro lo reciba sin convertirlo en parte de una transacción, es decir, que lo excluya de la red de intereses mutuos y pueda acoger la rotunda apelación personal que el desinterés expresa: dar es “dar de sí”. Así que el que regala lo fía todo a un desinterés propio y del que recibe que es casi un “dar por imposible”: ciertamente tan imposible o inesperable como es todo lo prodigioso y, no obstante, real.
Y no acaban ahí las expectativas del que da. Hay otra aspiración secreta y sin embargo definitiva: el que da quiere consumar al que recibe, quiere darle su esplendor o lo que realza y hace visible su valor. El dar de más en que consiste el dar, el regalo, aspira a colmar y al colmo del que lo recibe. En efecto, todo regalo, si lo es, aspira a sacar a la luz la realidad del otro o, mejor aún, a sacar la luz de la realidad, así en general. Todo regalo es, pues, epifanía, mostración, consumación. Ese era, por cierto, el sentido antiguo del “ornatus”: no un sobrante formal prescindible, sino el sobrante imprescindible donde tiene lugar la manifestación visible de lo oculto, la transfiguración que permitía reconocerlo y proclamarlo.
Quien “hace un presente” aspira a “hacer presente” al otro en todo su esplendor hecho visible, traído a la luz. Entre la alabanza, el regalo y la rendición de honores hay un parentesco con raigambre en el poder dar hasta colmar. Hacen falta, pues, mucho poder para regalar. Incluso en lo doméstico hay que acertar con la alhaja, con la prenda o el utensilio que saca de quien lo recibe su colmo, su potencial plenitud. Y el hecho de que ese acierto esté al alcance de todos no desmiente su naturaleza casi imposible: cooperar con la plenitud de otro o del mundo mediante nuestro dar, también mediante aquel dar que era posible mediante el trabajo. No puede sorprender, por tanto, que ante tan crucial dificultad en casi todas las culturas se haya encomendado la misión de hacer los regalos a personajes muy destacados, entre los que se cuentan los sabios, los reyes y los magos. Por eso en el occidente latino los modelos más acreditados del poder de regalar eran tres reyes sabios y magos.
El relato de su gesta entraña la imagen de la dificultad de llegar a tener lo necesario para poder regalar. Su hazaña consistió en seguir una estrella a través de tierras ajenas y desérticas llevando pequeños tesoros. Pero el equívoco estriba en creer que los tesoros que llevaban ya lo eran antes de seguir la estrella a través de desiertos para regalarlos. Pues en realidad no hay ningún tesoro antes de haber sobrevivido a un desierto. Por algo la tradición literaria sitúa los tesoros en islas desconocidas o en desiertos inexplorables. El mar y el desierto son la geografía del tiempo: allí nada perdura y nada de cuanto se haga deja huella; reina un olvido todopoderoso. Y precisamente por eso, desiertos y mares son los lugares donde cabe encontrar tesoros cuya naturaleza propia es una reluciente inalterabilidad: eso simbolizan el oro y los diamantes, las piedras y metales preciosos cuyo brillo no se apaga.
Son los actos humanos que sobreviven al tiempo lo que nos dejan entrar en posesión de aquello que merece regalarse. En nada como en las promesas reluce en el hombre esa inalterabilidad. Las promesas que se hacen y anuncian un futuro sin dimisión o las que se han preservado a través del cambio de todo son la forma genuina del tesoro y, por tanto, del regalo. El poder de regalar se esconde en lo adorable que nos arrebata en promesas para siempre mientras este tiempo dure. Si el hombre es el animal que promete es porque es el único capaz de atesorar y regalar, de dar, dar de sí, dar lo imposible.
La libertad que da de sí es la esencia de todo regalo: aunque el objeto que lo represente se consuma, el regalo entraña una consumación que no se gasta ni desluce aunque atraviese desiertos, es decir, aunque se exponga al poder inmenso del cambio: el tiempo y su mudanza. Más todavía: sin desiertos que atravesar no hay tesoros que regalar. Para poder regalar hay que tener, por tanto, algo que dar y que haya sobrevivido al tiempo y a las mudanzas del corazón, o bien que los pueda sobrevivir. En sentido profundo es del todo imposible regalar sin adorar, al menos como se adora la infancia o la juventud de los hijos, la ancianidad de los padres, la vida de los que amamos o las bellezas y bendiciones del mundo. Las alhajas o las telas preciosas solo reflejan la luz de la estrella que señala el camino de lo adorable, de lo que merece y nos arranca canciones de alabanza y el honor de la veneración por experimentar que nuestra vida y su dicha surge misteriosa e inefablemente de allí.
Pero las promesas introducen un nuevo misterio: solo conservamos con nosotros lo que damos hasta el punto de que la capacidad de tener deriva y depende de nuestra capacidad de dar. La crisis del poder de regalar denuncia la crisis de la capacidad de un tener genuinamente humano, libre. Pobre, en sentido estricto, es quien no tiene nada que ofrecer. Por eso entre nosotros y precisamente en este tiempo que se aproxima parece que junto con lo adorable se desvaneciera el poder de regalar.