Publicado en el diario Las Provincias. Domingo 6 de noviembre de 2011.
Tiempo de crisis, tiempo de desencanto
Por Juan Alfredo Obarrio. Profesor Titular de la Universidad de Valencia.
En La ciudad secular, Harvey Cox recoge un relato de Kierkegaard, en el que se nos narra un suceso no ajeno a nuestra actual situación social y política: en Dinamarca, el director de un circo, al ver que éste empezaba a ser presa de las llamas, mandó a un payaso, que estaba a punto de empezar su función, a que acudiera a la aldea más próxima para pedir auxilio, ya que cabía la posibilidad de que las llamas se extendieran hacia el poblado, arrasando, de paso, las cosechas de los campos colindantes. El payaso corrió despavorido hacia la aldea, y cuando llegó, los vecinos creyeron que se trataba de un magnífico truco, lo que hizo que le aplaudieran y le rieran sus extravagantes ademanes y sus compungidas súplicas. Nadie le creyó. Cuando quisieron reaccionar, el fuego había llegado hasta la aldea, dejando un reguero de desolación y de miseria.
Aunque entre las pretensiones del autor no figure la de crear opinión, éste, con un estilo preciso y transparente, consigue que desenmascaremos muchas de las verdades que, para oprobio de la razón, inquietan y confunden hasta herir nuestra sensibilidad o nuestra escasa inteligencia, aquéllas que nos enseñan que a menudo algunas de las verdades políticas que circulan por esta España nuestra son sólo una falacia, un esperpéntico juego de espejos propicio para los incautos y para los adictos al “lightcismo” postmoderno y banal.
Pero bajo la falsa superficie de esta supuesta belle epoque, se puede percibir más cercana esa sensación de decadencia que abrumó a tantas mentes inquietas en el último tránsito de siglo XIX: Baroja, Ganivet, Azorín, Maeztu, Valle o Unamuno –por no mencionar a ese epígono catalán del 98 que fue Josep Pla, y que nos dejó como testamento regeneracionista su apuesta por Tarradellas frente a Pujol y su puyolismo–, escritores y pensadores que encajarían muy mal con esta España oficial de carnet y de subvención, de esta España que para legitimarse intenta reivindicarlos jugando con su memoria para así obtener alguna lisonja política o académica, desconociendo que ellos vivían, sentían y pensaban en esa Iberia sumergida de la que hablaba Celaya, lejos de los escenarios públicos, pero muy cercanos a esa Castilla que había dejado de latir, de esa Castilla que vivía al margen de su tiempo, porque el suyo, como el de ahora, fue una época de degradación social y de descrédito moral: de un tiempo sin tiempo.
La historia de esta crisis es, desde luego, antigua. El 30 de marzo de 1751 el marqués de la Ensenada escribía: “Ha siglos que no ha habido ministros que mirasen por el bien de esta monarquía, que no ha sido arruinada mil veces porque Dios no lo ha permitido … hemos sido unos piojosos llenos de vanidad y de ignorancia”. Poco, o casi nada, parece que hemos aprendido desde entonces. Si tenemos que resignarnos a juzgar al árbol por sus frutos, éstos nos desvelan que preferimos poner nuestra ilusión en ser lo que no somos, lo que nos ha llevado a dar cobijo al raquitismo político e intelectual que nos gobierna, o a la efervescencia de ciertos supuesto indignados, que únicamente saben desafiar al mundo occidental, a un mundo que le es hostil, en vez de descubrir y ahondar en la lúcida mirada de las dos Españas: la del Greco, con su misticismo, su ensoñación y su intelectualismo, y la de Goya, la del realismo, la de la afición a la “canalla”; o si se prefiere, la de Don Quijote y Sancho, la del espíritu y la materia, visiones que nos hacen recodar que es en nuestra Historia, y no en la memoria histórica donde podemos hallar un lugar para el refugio y la esperanza –ex proeterito spes in futurum–.
Pero lo peor es que aún quedan días para que finalice la campaña electoral. Serán, no lo duden, días de vino y rosas, de entretenimiento e impostura, en los que en nuestro imaginario recordaremos eslóganes como “por el pleno empleo”, adorables afirmaciones como las del “Prometo crear dos millones de nuevos empleos”, la del “encuentro interplanetario”, o la que afirmaba que “nuestra economía formará parte de la champions league”; añoraremos con nostalgia freudiana aquellos entrañables “brotes verdes” que ni siquiera los chicos de la Sexta pudieron ver jamás; llegaremos a dudar si existe el término “cónyugue” o si la palabra “miembra” fue objeto de culto en el Siglo de Oro de nuestra literatura cañí; y hasta pensaremos que nuestra entrañable Biviana Aido sólo quiso hacer un homenaje a esa película emblemática de Riddley Scott llamada Alien, el octavo pasajero, cuando sostuvo que “Un feto de trece semanas es un ser vivo, pero no es un ser humano”. No cabe duda: todo un ejemplo de coherencia intelectual.
No sé cuál será el resultado de estas elecciones. Poco espero de su desenlace, como poco espero de las palabras hueras de los políticos. Lo único que desearía es que no se cumpliera la afirmación del tristemente silenciado y olvidado Ramiro de Maeztu, cuando sentenció: “lo que vale, no dura, lo que no vale, se eterniza”, porque, de lo contrario, serían ciertas las palabras de Unamuno cuando afirmaba que a España no la perdían los pillos, sino la impunidad de la que gozan los ineptos.