Un tranvía llamado procés

Un tranvía llamado procés

Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el 28 de abril del 2018 por Juan Alfredo Obarrio Moreno. Catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Valencia.

«Suelo aconsejar a mis alumnos que lean a los Clásicos; esos libros que seguirán vigentes cuando el polvo gris haya cubierto buena parte de nuestras empobrecidas estanterías. Entre esos textos, el Critón de Platón resplandece con luz propia. En él, Platón nos cuenta que, a primeras horas de la madrugada, el joven y pudiente Critón acude a visitar a Sócrates, quien sabe que al día siguiente se cumplirá la sentencia que le ha condenado a la pena capital. Ante este hecho inminente, Critón pone a disposición su fortuna para conseguir que el viejo filósofo se evada de la prisión, pero Sócrates no está dispuesto a aceptar este acto ilícito. Si lo hiciera, se traicionaría a sí mismo, y lo que es aún peor: a sus amigos y a su ciudad.

 

Ante el desconcierto que muestra Critón, Sócrates hace entrar en escena a las Leyes de la ciudad, con las que mantendrá un intenso y fructífero diálogo, en el que el viejo principio ubi societas, ubi ius se alza para señalar que el hombre se halla en una constante dialéctica: vivir en o al margen de la sociedad, dentro o fuera del marco jurídico. A lo largo del diálogo, las Leyes sostienen que si Sócrates no acepta la sentencia, no sólo las destruirá a ellas, sino a la propia ciudad, porque lo relevante no es que la sentencia sea justa, lo realmente trascendente es salvaguardar las leyes de la polis, es decir, el pacto implícito que tienen los ciudadanos con la ciudad y con sus leyes, máxime cuando ellas lo han engendrado, criado y educado, haciéndole partícipe, como al resto de los ciudadanos, de todos los bienes que la polis otorga. De esta forma, las Leyes recuerdan que el individuo se convierte en ciudadano cuando persuade o acepta las leyes de la ciudad, pero no cuando se rebela, porque éstas son una parte indisoluble del Estado, al que no cabe atacar o desobedecer, sino respetar.

 

Esta reflexión la utiliza Sócrates para hacer ver que su huida propiciará una pauta de conducta muy nociva para la ciudad y sus instituciones jurídicas: la que enseña que la permisibilidad con los actos ilícitos cometidos por un individuo desembocará en que estos actos –u otros similar– tengan que ser admitidos para el conjunto de la sociedad, lo que, en buena lógica, desencadenará una insubordinación generalizada contra las decisiones tomadas por los tribunales o por el Estado; una realidad que afectará a la vigencia de los principios, derechos, deberes y libertades sobre los que se asienta el concepto de ciudadanía.

 

A buen seguro que a los chicos del procés las palabras de Sócrates les sonarán hueras y carentes de realidad. Y es lógico que así lo piensen, porque ni la Constitución, ni las leyes, ni España –la que les roba– van con ellos. Ellos han creado un mito, un “país” imaginario, un Estado paralelo y una mentira histórica con la que se toman las calles, se vejan y se persiguen a los discrepantes, y con la que adoctrina en las escuelas, institutos y universidades, y de la que se hace eco, tristemente, buena parte de unos medios de comunicación que se hallan genuflexos con el poder que subvenciona; un poder al que hay que agradar siempre, ya sea con editoriales conjuntos –‘Prensa del movimiento’ le llamaban en otro tiempo– o dando a conocer el nombre, el lugar donde trabaja y la ciudad en la que reside la esposa del juez Llarena. Así las gastan los chicos de la todo poderosa TV3. Sí, esa televisión que, por extraño que parezca, aún está sin intervenir, para escarnio nuestro y para desvergüenza de quienes propiciaron un imberbe 155.

 

Y en este desagradable sainete en el que ha acabo el mal llamado “procés”, se intenta hacer creer que a los imputados por delitos de rebelión, sedición, malversación, etc. se les va a condenar impunemente por la mera voluntad de un tribunal que ha decidido, de forma premeditada y arbitraria, cercenar sus derechos y sus libertades. Así lo piensan. Así lo proclaman día tras día. Y lo hacen porque entienden que la ley del Estado actúa como ese tirano que hace que todos seamos potencialmente homines sacri, esto es, individuos que podemos ser condenados sin ninguna garantía legal. Una esperpéntica ficción que les lleva a renunciar a su defensa legal, para tomar la vía de la rebeldía judicial, la que conduce a Suiza, a Alemania o a Escocia. Sin duda, todo un ejemplo de coraje patrio, de solidaridad y de coherencia intelectual. Una coherencia propia “de les gens tres per cent”.

 

No me cabe duda de que los independentistas que se han subido a ese viejo y enmohecido tranvía llamado procés, no comprenden que lo debido y lo obligatorio constituyen una dimensión tan radical como la libertad. Por el hecho de existir, la voluntad del hombre permanece libre, pero se halla determinada –por un ligamen normativo– al cumplimiento de su deber de obediencia. Sin duda, este deber es un deber ético, pero no sólo ético, también lo es jurídico, porque su fundamento inmediato radica en la potestad del legislador de promulgar normas justas; normas de las que se establece una relación directa entre el legislador y un ciudadano que sabe que el poder legislativo puede imponer y exigir todo lo que no atente contra la Justicia, o no sea incompatible con la utilidad pública y el bien común. No comprenderlo, o no aceptarlo, es destruir la convivencia y la paz social, máxime si quien lo incumple es el Presidente de un gobierno o de un Parlamento autónomo que ha jurado o prometido cumplir con la Constitución y las leyes del Estado. El mismo Estado al que cedían sus votos a cambio de cuantiosas partidas presupuestarias, y al que no han dudado en traicionar una y otra vez.

 

Esta verdad jurídica y social la comprendió y la asumió Sócrates, quien sabía que las leyes, como las sentencias, gusten o no, se han de asumir y acatar. Y lo hizo sin salir de las calles que le vieron nacer y crecer. Lógico que así ocurriera, porque lo suyo fue la ética y no la cobardía, la búsqueda de la verdad y no la discordia. Nada escribió, y sin embargo su legado permanece indeleble en la Historia. Esta es la fuerza que atesoran los clásicos: la veracidad de sus actos y de sus palabras. La misma veracidad que tienen Puigdemont, Junqueras, Forcadell, Rufián o el mayor Trapero ¿verdad?»