¡Tú, cállate y escucha!

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 30 septiembre 2012.

¡Tú, cállete y escucha!
Por Carmelo Paradinas. Abogado.

Desde mi punto de vista de lego en biología, zoología y ciencias afines, opino que la posibilidad de los seres vivos de comunicarse con los de su misma especie es un regalo de la Naturaleza. Los estudiosos avanzan cada vez más en sus investigaciones y nos asombran con noticias sobre la capacidad de comunicación de las especies. Acaso lo más asombroso sea que confiesan encontrarse ante un universo en el que, cuanto más avanzan, más conscientes son de lo poco que sabemos sobre la materia.

Entre todas esas especies, la humana goza de una sublime diferencia cualitativa con las demás: tiene alma. Todos los animales poseen atributos –funciones biológicas instintivas, en definitiva-, algunos de los cuales pueden inducirnos a confusión por su idéntica apariencia que los humanos: el instinto maternal, el sentido básico de familia -padres e hijos-, de grupo familiar más amplio, el compañerismo entre individuos de un mismo entorno, etc. Quienes tenemos animales domésticos -¿de dónde ha salido lo de mascotas? La mascota es otra cosa…-, quienes tenemos animales domésticos, digo, sabemos de su cariño directo, desinteresado y, en ocasiones, heroico; sabemos que tienen celos, que cogen rabietas como los críos y que llegan a saber detectar importantes estados de ánimo de sus dueños, como pueden ser la tristeza o el dolor físico. Pero no tienen alma, que es ese soplo divino que el Sumo Hacedor concedió solamente al ser humano, en el momento de su creación, y que es una infusión de Su propia naturaleza.

Esta, repitámoslo, sublime diferencia cualitativa que es el alma, hace no solamente que la comunicación entre los seres humanos sea también diferente, sino que probablemente esté en ello una de sus más fundamentales diferencias con otra especie cualquiera. Porque cuando dos o más seres humanos se comunican, no se limitan a intercambiar informaciones o sensaciones materiales o instintivas, como sucede entre los animales, sino que también intercambian, utilizando una expresión acaso no muy adecuada pero que todos entenderemos, “productos”, manifestaciones del alma. De todos ellos, el más definitorio de su origen y naturaleza anímica es el de la trascendencia, es decir, el de nuestra continuidad, después de esta vida, en otra superior e inimaginable. Y, ciertamente, los hombres hacemos honor a esta comunicación trascendente: tanto en la historia de la Humanidad como en las coloquiales conversaciones de cada día, y que nadie dude de ello, este es “el tema rey”.

A los humanos nos preocupa mucho nuestra capacidad de hacernos comprender; en términos de psicología, nuestra capacidad de ser emisores de información. Con frecuencia oímos a alguien lamentarse: “Es que yo no sé expresarme”. Y, sin embargo, es la dificultad menor en el ámbito de la comunicación humana. El auténtico problema está en nuestra capacidad de recibir la información que nos hacen llegar los demás, en ser receptores de información. En una palabra, digámoslo de una vez, de saber escuchar. Y a nadie oímos decir: “Es que yo no sé escuchar”. Mal asunto. Cuando un defecto no se reconoce o es que se ignora o, lo que es muchísimo peor, se pasa de él.

A pesar de aquella queja a que antes me refería, es muy difícil que una persona en el uso normal de sus facultades sea incapaz de hacerse entender. De una u otra forma, si realmente estamos interesados, nuestro mensaje, nuestra información, acaba llegando a los demás. Ni diferencias de idioma, edad, mentalidad, etc., son barreras suficientes para impedir esa fuerza natural de la comunicación. Y menos aun el desánimo o el cansancio por hacernos entender, pues como dijo Konrad Adenauer, la lengua es el único órgano humano que no se fatiga.

La capacidad de recibir la comunicación de los demás ya es otra cosa. Ciertamente, también ha de existir una aptitud –física y psíquica- para ello, pero en este tema el verdadero problema no es la aptitud, sino la actitud. El refrán castellano lo expresa claramente: “No hay nadie más sordo que el que no quiere oír”. Lo que le sucede a muchas, muchísimas personas, no es que no puedan o no sepan oír, sino que, a fuerza de no interesarse por los demás, han contraído el hábito de no escuchar lo que se les dice.

Hay un tipo de personas al que yo llamo “conversadores de disco”. Se presentan ante ti con su tema perfectamente preparado y ordenado. Exactamente, un “disco” que introducen en la disquetera y te lo sueltan de un tirón, sin darte tiempo ni a respirar. No intentes interrumpirlas con una observación –menos aun con una opinión- porque o no te harán caso o, lo que es peor, te mandarán callar con gesto contrariado. Y si decides esperar a que acaben, tampoco te servirá de nada, porque una vez finalizado lo que ellos querían decir, se marcharán más o menos abruptamente pero, en cualquier caso, sin escucharte.

Este no saber escuchar es consecuencia del egocentrismo humano, con sus componentes -no siempre reconocidos- de orgullo y soberbia. Y como de ambas cosas todos tenemos una buena dosis, se da un choque de intereses que Jean Cocteau diagnosticó a la perfección al referirse al egoísmo de “los que no paran de hablar de sí mismos cuando yo estoy deseando poder hablar de mí”. Vamos, aquello que con frecuencia se oye: ¡Tú cállate y escucha! La consecuencia es una especie de “Babel de bolsillo” que consigue que, a base de yo querer decir lo mío y no escuchar lo del otro, una gran parte de nuestras conversaciones resulten totalmente vacías, sin fruto.

Los seres humanos debemos hacer un esfuerzo para que nuestra comunicación, como corresponde a nuestra tan presuntuosa condición de “reyes de la creación” no sea solamente un intento de que el de enfrente conozca y acepte mis ideas, sino un fructífero, enriquecedor intercambio de las suyas con las mías.

No vaya a suceder que aquellos investigadores que veíamos al principio, al profundizar en sus estudios, lleguen algún día a la conclusión de que la comunicación más imperfecta de la Creación es, precisamente, la humana.