José Marí-Olano . Abogado.
«Joseph Ratzinger se crio en una Baviera alpina y católica, poblada de aldeas campesinas, montañas luminosas y bosques espesos. Su niñez basculaba con toda naturalidad entre gigantes jarras de cerveza –la Augustiner llegó a ser su favorita– y la iglesia, el jolgorio festivo y la solemnidad de la liturgia. Nada más extraño a este originalísimo catolicismo bávaro que el totalitarismo nazi.
Muy pronto el joven Ratzinger se inició en la gran conversación que es la vida intelectual. Escuchaba e interpretaba a Mozart, aprendió el griego y el latín, leyó a Claudel, estudió el personalismo y el existencialismo, y estos caminos confluyeron en San Agustín, con quien forjó una amistad que le acompañaría toda la vida. Luego maduró entre la mejor generación de teólogos desde la Escolástica, que había dado con un nuevo lenguaje para alumbrar y comunicar la fe, que cristalizó en el Concilio Vaticano II –y más tarde se desbarató–.
A finales de los 60 sintetizó todo su pensamiento en Introducción al cristianismo. El boca a boca llenó el aula magna. Universitarios de diversas disciplinas y confesiones y curiosos indiferentes acudían a escuchar aquel teólogo introvertido y discreto. Suscitaba la duda para entrar en el diálogo, discurría con suavidad, agilidad y hondura; se abrazaba al calor de la fe para orientar la razón, y a la seguridad de la razón para fundamentar la fe; hilvanaba sus ideas con una prosa analítica y crítica pero también hermosa y vibrante, que permitía a los alumnos asomarse y acceder a lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo de la revelación.
Y cuando estaba en el punto álgido de su carrera académica, como el santo de Hipona, renunció a la mejor parte, la contemplación, y asumió la responsabilidad y el cuidado del pueblo de Dios y del gobierno de la Iglesia, ordenándose Arzobispo de Múnich y Frisinga, primero, y después marchando a Roma. Durante esos años conjugó sus conocimientos y su genio con la predicación sencilla, de la que dan un precioso testimonio sus libros de meditaciones El Dios de los cristianos, El resplandor de Dios en nuestro tiempo o Mirar a Cristo, ejercicios de Fe, Esperanza y Caridad. Hasta que en 2005 es elegido Papa, tomando el nombre de Benedicto XVI, «que evoca a la figura del patriarca del monacato occidental, san Benito, patrono de Europa y recuerdo de sus irrenunciables raíces cristianas». Ya en sus lecciones y prédicas, Ratzinger había repetido las palabras de Ignacio de Antioquía sobre la esencia del cristianismo, que «no es obra de elocuencia persuasiva, sino verdadera grandeza». Como Benedicto XVI, en su primera encíclica expuso al mundo el significado de esa grandeza: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona». Precisamente por ello dedicó las horas más fecundas de su ministerio a «buscar personalmente el rostro del Señor» manifestado en Jesús, sujetando la antorcha de la razón y de la fe, el moderno método histórico-crítico y la tradición teológica, para compartir con los creyentes su experiencia sólida y fresca de Cristo. El sucesor de Pedro trató, en su Jesús de Nazaret, de «exponer al Jesús de los evangelios como el Jesús real, como el Jesús histórico en sentido propio», a fin de que, sobre el suelo firme de la realidad y a través de la fe (Lumen fidei), la esperanza (Spes salvi) y el amor (Deus caritas est y Caritas in veritate) se encuentren también con Él los hombres de todos los tiempos.»