¿VIVIMOS EN DEMOCRACIA?

¿VIVIMOS EN DEMOCRACIA?

Artículo de opinión publicado el 13 de noviembre de 2021 en el diario Las provincias por Juan Alfredo Obarrio Moreno. Catedrático de Derecho Romano (Univ. Valencia). A.C. de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

«Con suma frecuencia, solemos admitir que en Occidente la libertad es un hecho consolidado, y, por arraigado, inquebrantable. Grave error. No hay nada más frágil que la democracia. La Historia de la Humanidad enseña que la lógica de los tiempos transcurre bajo la amenaza, la opresión y el yugo homicida de quienes, desde el poder, no conciben la existencia de espacios abiertos al diálogo y al imperio de la ley.

Como no podría ser de otra manera, frente a esta concepción del devenir histórico, reivindicamos los valores en los que hemos crecido y vivido, valores y principios que me han impedido caer en el letargo de la dejadez y del desconsuelo, en ese lúgubre pesimismo que hace que el hombre renuncie a su esencia más querida: el pensamiento. No pensar. No dialogar. No inquirir. No rebelarse. ¡Que otros piensen, que yo obedezco! De este mal mueren las civilizaciones, las culturas, los seres humanos. Es el mal que abraza las sombras que se acomodan en la caverna de Platón, que no es otro que el mito, la venganza y la violencia, una sinrazón que lleva a mutilar las almas y destruir las naciones.

La duda surge: ¿Podemos pensar y expresarnos con absoluta libertad, sin temor alguno? El interrogante se asoma a nuestra mente, y no sin razón. La respuesta que obtenemos la sabemos de antemano: no, no es posible. La tiranía de lo políticamente correcto ha venido para recordarnoslo mañana, tarde y noche. Nada que no hayamos leído en escritores de altura: desde Orwell a Huxley, desde Bradbury a Nabokov. No hay que ser un observador profundo para verlo, solo debemos desprendernos de nuestro conformismo para apreciar que empieza a ser arriesgado desear que el Estado no se entrometa en la sexualidad de nuestros hijos, usar un lenguaje propio, no inclusivo, acercarse a unas lecturas que no se acomodan a las modas de ciertos movimientos o poseer una visión de la Historia que pueda diferir de la oficial, porque sabemos bien que toda Historia oficial no es Historia, es pura propaganda al servicio del Nuevo Orden, eso sí, propaganda muy bien subvencionada. Ha de serlo, porque a través de sus Corifeos intentan que asimilemos –con bastante éxito, por cierto– que la verdad objetiva ha desaparecido del mundo. “El objetivo tácito de este modo de pensar es un mundo de pesadilla en el que el líder máximo, o bien la camarilla dirigente, controla no solo el futuro, sino incluso el pasado” (Orwell). Supongamos que hablamos de la Ley de Memoria Histórica.

Con un mínimo de lucidez, se puede advertir que este Nuevo Orden se ha introducido, lenta, pero inexorablemente, en nuestras vidas. Es el nuevo dogma al que debemos someternos. El lenguaje ha venido a implantarlo, porque “El lenguaje político […] está diseñado para hacer que las mentiras suenen veraces y el homicidio respetable”, escribiría Orwell, quien no desconocía que “el lenguaje también puede corromper el pensamiento”, y con él, al conjunto de la sociedad, la misma que empieza a asumir que “la verdad es una cosa, y la ‘verdad oficial’ otra muy distinta”.

Si escrutamos la realidad, vemos cómo surge ese “doblehablar” y “doblepensar” que leemos en 1984, un libro que debemos leer como una seria advertencia contra el uso perverso de un lenguaje que se ha creado para doblegar nuestra visión de la realidad, lo que origina que se den dos formas alternativas de expresarnos y de ver la realidad: el lenguaje que utilizamos en privado, más sincero y más personal, y el público, sujeto a los estándares y a los cánones impuestos por una ortodoxia oficial que nos hipnotiza con sus absurdos eufemismos –“recursos humanos”. ¡Somos personas, no recursos!– y sus ridículos eslóganes. Así, debemos escuchar, machaconamente, que existe un partido que es de extrema derecha, cuando no, fascista –desconocen lo que es el fascismo–, mientras que no existen partidos de extrema izquierda, estos son, simplemente, radicales (cabe recordar que al entorno de ETA se le llamaba fascista). El tema, como se podrá advertir, no es baladí, porque quienes se atreven a alzar la voz contra este estándar político corre el serio peligro de ser acusado, “cancelado” o demonizado por esa verdad que solo ilumina al Poder, una verdad que se ha vuelto incuestionable, hasta el punto de que vemos, no sin estupor, que los mismísimos The Rolling Stones se pliegan al miedo, teniendo que renunciar a una de sus canciones más emblemáticas, Brown sugar, después de haberla cantado más de cincuenta años por los escenarios de medio mundo. Si ellos claudican, el resto no digamos.

Todos somos frágiles en algún momento de nuestras vidas, pero esta flaqueza no nos debe impedir alzar la voz, con serenidad, pero con firmeza, para recordar al Estado que sin discrepancia, no hay democracia; que sin respeto a las minorías, no hay democracia; que sin preservar los espacios más íntimos del ser humano, no hay democracia; que sin defensa, sin fisuras, de la presunción de inocencia, no hay democracia, y si esta no se vive y se siente, solo cabe el desamparo, la frustración o la desobediencia civil, tierra fecunda para populismos y extremismos indeseables, porque en ellos se cumple la vieja afirmación de Huxley: “Si el adoctrinamiento está bien conducido, prácticamente todo el mundo puede ser convertido a lo que sea”.