5 de julio de 2010: día tristísimo

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 4 julio 2010.

5 de julio de 2010: día tristísimo
Por Aniceto Masferrer. Profesor Titular de Historia del Derecho. Universitat de València.

El día 5 de julio será, a mi juicio, el día más triste de la historia de este país. Si el 4 constituye para EEUU -desde 1776- un día de júbilo al rememorarse el logro de su independencia o libertad política, el 5 marcará a España con el recuerdo de un hecho aberrante: la entrada en vigor de una ley que otorga a la mujer plena capacidad -hasta las primeras catorce semanas- para terminar con la vida humana que lleva en su seno. Tan sólo una pronta suspensión cautelar de la ley y un posterior pronunciamiento de su inconstitucionalidad por parte del Tribunal Constitucional, podrían impedir que esta deplorable legislación se erigiera en el episodio histórico más negro y vergonzoso de la tradición jurídica española.

Para algunos la vigencia de esta ley supondrá un acontecimiento «planetario» loable, una reseñable conquista del progresismo y de los derechos de la mujer. Habría que ver qué entienden por progreso, pues la regulación que entrará en vigor ya tuvo vigencia en nuestra tradición jurídica occidental hace veinte siglos y fue objeto de una progresiva reforma hasta su total abolición en el Derecho romano del Bajo Imperio (siglo IV), protegiéndose desde entonces la vida del nasciturus hasta nuestros días (en el caso de España, hasta la reforma de 1985). La pérdida que se derivará de la entrada en vigor de esta ley será irreparable, sus consecuencias serán funestas, y sus efectos resultarán más corrosivos que los que hayan podido seguirse del episodio más lamentable de la historia de este país sobre el que uno pueda pensar o -siquiera- imaginar.

Quien haya seguido mínimamente el proceso de redacción y promulgación de esta ley ha podido constatar que los argumentos manejados por la clase política son superficiales y frívolos, cuando no inexistentes. Recuerdo el día en que a Rodríguez Zapatero, entrevistado en un programa de televisión, se le preguntó qué sentido tenía promulgar una ley sobre la que no existía consenso alguno, que había provocado una de las manifestaciones más numerosas desde la transición y que parecía dividir a la propia sociedad española. Quedé perplejo ante su respuesta: «lo único que se pretende es que ninguna mujer pueda ir a la prisión por haber cometido un aborto». Creo que no era posible dar una respuesta más superficial, falsa y demagógica. ¡Si por lo menos hubiera dado su punto de vista! (pues lo tiene, de esto no me cabe la menor duda).
Esta ley supone el triunfo del principio de la autonomía de la voluntad, pero de una voluntad cuya autonomía no conoce más límites que los impuestos por la ley, pudiéndose -como en este caso- negar los derechos de las demás personas: uno puede hacer todo lo que quiera mientras la ley no lo prohíba. Y la ley puede ser muy laxa en algunos ámbitos (como en el que nos ocupa) y muy estricta en otros (medidas de seguridad vial, lucha contra el tabaco, etc.). Al entenderse que la fuente de la bondad moral de los actos proviene del mismo ejercicio de la autonomía de la voluntad, la elección de la mujer -y no el derecho a la vida- se ha convertido en un valor «sagrado» sobre el que no cabe inmiscuirse, incurriéndose de lo contrario en un atentado a la intimidad y a la libertad inadmisible e intolerable. Se ha olvidado por completo que ahí entra en juego otra persona, un ser indefenso que el Derecho ha venido protegiendo durante dos mil años. Querer es poder. La voluntad (o el capricho), si viene amparada por la ley, no tiene ya límites. Todo vale siempre que la ley lo permita. Hace falta ser muy ingenuo o estar muy ofuscado para no percatarse de que esto es insostenible, y de que, si no se rectifica, muy pronto las consecuencias de esta legislación van a pasar factura a la sociedad entera. No pienso votar jamás a un partido político en cuyo programa de gobierno no figure expresamente la reforma de esta ley que, a mi juicio, es tanto o más aberrante que la legislación eugenésica de la Alemania nacionalsocialista. Es cierto que el miedo infligido por todo el aparato gubernamental nazi sobre la sociedad alemana dificultó a no pocos un correcto discernimiento sobre la inmoralidad de lo se estaba llevando a cabo. Pero no es menos cierto que actualmente en nuestro país no son pocos quienes no se atreven a decir lo que piensan a este respecto por miedo a las consecuencias que de ello podrían derivarse. Es la dictadura de lo políticamente correcto: es más fácil afirmar que cada uno haga lo que quiera, que defender la conveniencia de que el Derecho exija una conducta responsable, amparando y protegiendo tanto a la madre como al nasciturus que lleva en su seno.

No me cabe la menor duda de que la historia juzgará y condenará con severidad la actual sociedad si ésta no reacciona y se opone con prontitud y energía a esta legislación degradante e inhumana. No cabe pensar que esto ha sido obra de la clase política y a ella concierne, por tanto, su rectificación: si se ha promulgado esta ley es porque la propia sociedad lo ha permitido con la complicidad de su silencio e inhibición. Aquí, la omisión supone asentimiento tácito. Y ya en vigor, la degradación de la moral social que se derivará de su aplicación será inmediata y devastadora. Con esta ley, los derechos se identifican con una autonomía de la voluntad que no es capaz de trascender los propios deseos, llegándose al punto amparar la satisfacción del propio capricho a costa de sacrificar vidas inocentes e inermes. Esto es lo que, de hecho, ya estaba sucediendo con la reforma legal de despenalización de algunos supuestos de aborto promulgada en 1985, cuya aplicación fue muy relativa y flexible, de suerte que jamás una mujer fue encarcelada por haber abortado en un caso no despenalizado. Por lo demás, los abortos se han venido practicando a millones, y muchos de ellos por menores. Si no, que le pregunten a cualquier farmacéutico a quién ha venido vendiendo píldoras abortivas los fines de semana en los últimos años.

Con esta ley no se pretende evitar que las mujeres vayan a la cárcel, sino presentar como bueno y protegible legalmente lo que ya fue rechazado en el siglo IV y ha venido siendo considerado aberrante desde entonces hasta nuestros días. En tan sólo 25 años (1985-2010) este país ha dado la vuelta a una tradición jurídica milenaria, dejando a la mujer en la más absoluta soledad y desamparo, y al nasciturus completamente desprotegido. La historia es cíclica, pero conviene cerrar cuanto antes el ciclo que hoy se inicia con la entrada en vigor de esta desgraciada ley. De lo contrario, las futuras generaciones nos verán con los mismos ojos con los que nosotros observamos el derecho que gozaba el padre de familia romano sobre la vida y la muerte de sus súbditos, o el del ciudadano libre sobre sus esclavos. También a ellos les amparaba una ley que les permitía el ejercicio de una libertad (o autonomía de la voluntad) despótico e irrespetuoso con los derechos de los demás. Y algunos probablemente también pensarían que se trataba de una medida progresista. Pero no lo era. Estas leyes jamás han sido -ni podrán ser- un progreso, sino una involución degradante e inhumana, y su promulgación en la actualidad es más lamentable que hace dos mil años.

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