Vicente Bellver Capella Catedrático de Filosofía del Derecho y Política (Universitat de València).
«Ante la omnipresencia de los dispositivos electrónicos en la vida de los niños, distinguimos tres tipos de padres: los tecno-entusiastas, convencidos de que el acceso precoz a la tecnología digital es la mejor preparación para el futuro, aunque traiga consigo algunos efectos colaterales; los tecno-gregarios, que no tienen opinión sobre el impacto de la tecnología en el desarrollo infantil, pero tienen claro que sus hijos han de ir a la par con lo que haga la mayoría; y los tecno-resignados, para los que la tecnología es un caballo de Troya en la educación de los niños ante el que hemos sucumbido de forma inevitable.
En opinión de muchos de los que vienen pensando en los efectos sociales de la tecnología digital, facilitar su acceso a nuestros hijos es una de las peores decisiones educativas que podemos adoptar. Niños y adolescentes están en una etapa crucial de su desarrollo. Poner en sus manos el móvil, por mucho que acordemos las normas de uso o establezcamos controles parentales, convierte a las Big Tech en sus principales educadoras. Voy a enunciar siete ámbitos críticos del desarrollo infantil y cómo la tecnología digital los está reconfigurando:
1. Las capacidades cognitivas. Para pensar es necesario cultivar la concentración, el razonamiento lógico, la memoria, la reflexión, la duda (incluyendo las propias certezas), la argumentación. La posición de la tecnología digital al respecto es implacable: o considera que esas capacidades no sirven y, por tanto, no hace falta cultivarlas; o entiende que deben delegarse en la inteligencia artificial, que las hará mucho mejor que nosotros.
2. Las capacidades relacionales. Los niños y los jóvenes quieren pasar el mayor tiempo posible juntos. Hasta la generación millenial ese contacto era físico: en la clase, la calle, la discoteca, el campo de deportes, etc. Ahora siguen compartiendo esos mismos espacios, aunque durante menos tiempo y, sobre todo, sin conexión directa: todo viene mediado por las pantallas.
3. La vida afectivo sexual. Es más probable que hoy padres e hijos hablen con naturalidad de estos temas que resultaban tabú hace una o dos generaciones. También en los colegios se han incorporado al currículo formativo. Y, por supuesto, los compañeros tienen un papel especialmente destacado. Pero, no nos engañemos, la gran educadora afectivo sexual del presente es la tecnología digital y su principal propuesta es el acceso precoz y continuo a una oferta de pornografía brutal.
4. La vida política y social. La rebeldía natural del niño -no ya frente a lo que contraría su capricho, sino contra lo que le parece insoportablemente injusto- se manifiesta primariamente en la familia y en la escuela. La necesidad de dar solidez a sus reclamaciones le llevaba a conocer a fondo los asuntos. Ahora, sin embargo, es Tik-Tok el que les pone sobre aviso de la invasión de Ucrania, y dar “like” a algunos vídeos testimoniales basta para saciar su anhelo de compromiso social. Dedicar tiempo a conocer la historia del conflicto es demasiado para tantos contenidos que uno no se puede perder.
5. La conciencia de uno mismo, de la maravilla de lo real, del misterio. En muy pocos años de nuestra vida tomamos conciencia de nuestra existencia y nos preguntamos quiénes somos. El espontáneo asombro que nos producía el contacto con la realidad en la primera infancia se convertía paulatinamente en fuente de contemplación y creatividad durante la adolescencia. Y las grandes preguntas sobre el sentido del mundo empezaban a asaltarnos sin previo aviso a esas edades y nos llenaban de tanto entusiasmo como zozobra. Pero cuando la pantalla coloniza con sus chutes de dopamina la vida del joven, se lleva por delante todas esas experiencias constitutivas de la humanidad.
Es difícil ignorar estos efectos que tienen todos los visos de arruinar la posibilidad de una vida interiormente rica y socialmente comprometida para las nuevas generaciones. Algunos dirán que no hay que ser apocalíptico (los tecno-entusiastas); otros, que el problema no es la tecnología sino su mal uso y que el reto es aprender a usarla bien (los tecno-gregarios); finalmente, habrá quien reconozca que las cosas están así pero que no hay manera de combatirlas (los tecno-resignados). A los primeros se les puede replicar que la constatación de los efectos positivos de la tecnología digital no les debe cegar frente a los negativos, que son proporcionalmente mucho mayores. A los segundos, que no sean tan ingenuos como para pensar que sus hijos serán capaces de surfear un tsunami digital que ha sido configurado para crear adictos dispuestos a entregar gratuitamente su intimidad y libertad a cambio de unos abalorios. Y a los terceros, que como el futuro siempre está abierto y depende de nosotros, es posible diseñar una tecnología digital que verdaderamente sirva a la humanidad y no se sirva de ella. Y que, entre tanto, procede resistir porque está en juego el pleno desarrollo de nuestros hijos. Cal Newport, el teórico del deep work frente al multitasking, decía en una entrevista reciente que no se debería dar el móvil a los niños hasta los 16 o 18 años. Yo no sé cómo voy a lidiar con mis hijos, pero trataré de leer con ellos esta tribuna y de convencer a los padres de sus amigos que resistan conmigo. No porque deteste la técnica sino porque estoy convencido de que nuestros hijos merecen disponer de una tecnología digital que no les cretinice. Y eso exige combatir su actual diseño.»