Artículo UNIVERSITAS. Publicado en Las Provincias. 24 mayo 2009
Benedicto XVI por Juan Alfredo Obarrio Moreno
Stefan Zweig narra en sus ‘Memorias’ cómo, en el París de 1895, el corresponsal de prensa Teodor Herzl había asistido a la degradación pública de Alfred Dreyfus, «un hombre pálido que exclamaba soy inocente, mientras la muchedumbre gritaba muerte al judío». La vileza de la imputación llevó a Zola a publicar una carta bajo el título «Yo acuso», en la que afirmaba que su ardiente protesta no era más que el grito de un alma que no podía callar ante la ignominia de una vejación sin fundamento.
Ha transcurrido más de un siglo desde que sucedieron estos hechos, y uno observa con perplejidad y cierto desasosiego cómo unos seres oblicuos, para quienes la vida puede llegar a ser algo tangencial; la regla, verdad; o la pereza, sabiduría, intentan incardinarnos a un mundo donde la recta conciencia no determina la existencia del ser, sino la ideología, y en ese intento por secularizar la moral, la religión y la vida hasta vaciarla de toda inquietud ética, quienes abdican con su ejemplo de la moral utilitarista y hedonista son rechazados y calumniados por no asumir que la razón está siempre de parte de las leyes y no en los individuos. Uno de esos hombres es Benedicto XVI.
Ante esta espiral urdida contra el Santo Padre, uno recuerda el aliento que infunden las palabras vertidas por Don Quijote: «Las sensaciones más gratas, la buena conciencia, el esfuerzo para ser mejores sin ser perfectos, y sobre todo, la disposición para hacer el bien y combatir la injusticia donde quiera que estén», las mismas que nos inducen a alzar la voz por un hombre que, conservando la serena sabiduría de la antigüedad, ha sabido explicar que la ausencia de fe es el verdadero exilio del hombre, la pobreza, el dolor de los más oprimidos, y el amor a Dios, un camino de esperanza y de vida eterna.
Desgraciadamente de nada han valido sus encíclicas, sus vigorosas y estimulantes reflexiones, sus intentos por un fluido diálogo interreligioso, de una relación estable entre fe y razón, ni su defensa de la paz o de los más necesitados, porque quienes le sentencian sin antes juzgarle niegan, como afirmara un santo, que la caridad no está tanto en dar como en comprender, y no les es fácil asumir que un hombre únicamente desee, con sus palabras y sus actos, invitarnos a contemplar el lenguaje de la Vida y de la Historia, que no es otro que la del Bien encarnado, y a comprender que nosotros somos uno en Cristo (Gal. 3,28).
Por esta razón no debemos extrañarnos que quienes, como Spinoza, pretenden hacer de Dios un profesor de filosofía y de la vida una franquicia, sientan la necesidad de hacer creíble la afirmación de Jonathan Swift: «Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él»; aunque, en este caso, la conjura no nos despierte la sonrisa del gran John Kennedy Toole.