Contagio ideológico y pensamiento débil Aniceto Masferrer Profesor titular de Historia del Derecho Universitat de València
Hace ya un tiempo, haciendo un tour por Valencia ciudad con un grupo de estudiantes de la Universidad de Cambridge, me aconteció algo que me hizo pensar. Al recorrer la parte antigua, con sus edificios más emblemáticos, les mostré, entre otros, la catedral y la basílica de la Virgen de los Desamparados. Desconociendo por completo su cultura o formación religiosa, y a fin de adaptar mi exposición a los oyentes, les pregunté si pertenecían a alguna concreta confesión religiosa. Al contestarme, uno de ellos me dijo: “Yo no pertenezco a ninguna confesión porque soy librepensador”. Su respuesta me hizo pensar de inmediato en la campaña de desacreditación a la que fue sometido John F. Kennedy antes ocupar la Casa Blanca por su condición de católico. Saliendo al paso de las acusaciones de sus contrincantes políticos, Kennedy dejó bien claro en un célebre discurso que, de ser elegido Presidente, jamás permitiría que ninguna autoridad religiosa o eclesiástica se entrometiera en el desempeño de su responsabilidad pública, y que, en todo caso, su actuación respondería tan sólo a los dictados de su conciencia.
Muchas veces pienso que si la sociedad, en su conjunto –y no sólo su clase política–, procurara actuar y hablar más en conciencia, se produciría una auténtica revolución social, de consecuencias difícilmente previsibles. A mi juicio, el problema de nuestra sociedad no consiste tanto en la excesiva pluralidad de pareceres, o en la existencia de ideas o ideologías diversas (cuando no antagónicas), sino en una falta de reflexión crítica sobre las ideas que impide, de entrada, el que sean propias; y si no son propias, son ajenas; y si una sociedad está compuesta por una mayoría cuyas ideas no son propias sino ajenas, estamos ante una sociedad cuyos individuos carecen de una auténtica personalidad o identidad personal; así las cosas, resulta fácil que, quienes dispongan de los necesarios resortes del poder (medios de comunicación, clase política, lobbies diversos y de signo distinto, etc.), aprovechen este contexto para manipular a una masa social informe cuya capacidad de análisis y reflexión ha quedado atrofiada o brilla por su ausencia. Esta realidad someramente esbozada aquí, pero brillantemente descrita por Ortega y Gasset en La Rebelión de las masas (1930), ha adquirido una actualidad que resulta innegable para quien observe y reflexione mínimamente sobre lo observado.
Sobran ideas e ideologías ancladas en intereses espurios o meramente personales que no gozan de otra legitimidad que la de coincidir con lo políticamente correcto, o aquellas otras que, adquiridas por mero contagio, rezuman superficialidad y tienen más de ajeno que de propio, careciendo de autenticidad alguna. En este sentido, comparto la opinión de Ortega y Gasset, quien advertía que “en toda lucha de ideas o de sentimientos, cuando veáis que de una parte combaten muchos y de otra pocos, sospechad que la razón está en estos últimos” (Prólogo a Nuestra raza, 1926). Por mucho que se pretenda imponer una determinada idea o ideología (de masas), descalificando de entrada la de otros, pienso que la regeneración de nuestra sociedad pasa por un tipo de auténtico “librepensador” cuyas ideas o ideologías sean propias, no adquiridas por mero contagio, y caracterizado por una actitud de apertura, respeto y diálogo, sin descalificar jamás a nadie por su concreto credo o manera de pensar.