La politización del Derecho y la objeción de conciencia.
Aniceto Masferrer es profesor de Historia del Derecho (Universitat de València) y profesor visitante en la Universidad de Cambridge.
Hace ya un tiempo, paseando por las calles de Washington D.C., le pregunté a una joven americana, pedagoga y profesora universitaria, si prefería a los parlamentarios (esto es, a los políticos) o a los jueces como principales protagonistas del Derecho y su reforma: «¿La Cámara legislativa? ¡Pero si los políticos muchas veces no se han leído ni el proyecto de ley antes de votar su aprobación!».
Quien haya estudiado mínimamente la historia jurídica de Estados Unidos sabe que en el siglo XIX surgió una apasionada controversia en torno a la conveniencia de reformar el Derecho en base a la promulgación de leyes y códigos por parte del poder legislativo, en vez de seguir otorgando a los jueces la función preeminente de adaptar el Derecho a los nuevos tiempos. Según el parecer de los defensores de la tradición jurídica anglosajona, debía evitarse a toda costa depositar esta importante función en manos del poder legislativo, habida cuenta de que sus miembros, como políticos que son, estaban constantemente sometidos a presiones e intereses partidistas, bien ajenos al bien e interés común. Y este modo de pensar, a juzgar por la réplica de mi interlocutora americana, no parece haber cambiado del todo hoy en día.
Todos estamos de acuerdo en que el Derecho es una ciencia social que pertenece a la sociedad misma y a su servicio está, no un instrumento del que se deba servir el poder público para transformar lo que le plazca en cada momento histórico, aun en contra de la propia sociedad, persuadiéndola, confundiéndola o -incluso- engañándola. No niego que el Derecho pueda servir para cambiar la sociedad, es decir, para mejorarla. Pero cuando el objetivo de «mejora» tiene que ver con intereses personales y partidistas que no responden al querer general, (mal)sirviéndose de la ley y del Derecho, es lógico que la sociedad responda muchas veces ignorando determinados preceptos legales promulgados en un excesivo afán de cambiar o «mejorar» el status quo. Cuando esto sucede, la sociedad muchas veces reacciona. Esto explica, por ejemplo, la escasa vigencia efectiva de determinadas leyes presentadas o «vendidas» como baluartes e insignias del progreso y la modernidad en algunos casos, o el uso consciente y voluntario de la objeción de conciencia en otros.
El día que el Derecho prohíba a la sociedad el ejercicio de estas manifestaciones libres y espontáneas, calificándolas de reaccionarias y antidemocráticas, tendremos un Derecho que, elaborado y desarrollado a espaldas de la propia sociedad, habrá dejado de ser garante de los derechos y libertades de las personas para convertirse en instrumento de unos pocos al servicio de sus «cruzadas». No sé si son peores las cruzadas medievales o las abanderadas por unos medios de comunicación o una clase política empeñada en «mejorar» la sociedad a golpe de promulgaciones legales. Sinceramente, prefiero que las cruzadas, sean del signo que sean, permanezcan en la historia.
Resulta innegable que a día de hoy el Derecho depende excesivamente de la política; la clase política de los medios de comunicación; y estos, a su vez -y no pocas veces-, de lobbies y grupos de presión que defienden determinados intereses más bien alejados del bien e interés común. En ocasiones, so capa de «proteger» a una minoría, se atenta gravemente al interés general, perjudicando los derechos de la mayoría. En esta estructura jerarquizada de intereses encadenados, bien conocida por otra parte -y que a alguno podría hacerle pensar en la sociedad europea feudal-, las libertades fundamentales, de las que tanto se habla y se enorgullece la civilización occidental, no pocas veces brillan por su ausencia o carecen de una protección clara y coherente. Y es que si al Derecho no se le confiere un fundamento legitimador que trascienda los tortuosos vericuetos de la política, la propia sociedad es la que sale perdiendo, conculcándose aquellos derechos que nada ni nadie debiera sustraer.
Tratar de restringir al ciudadano el ejercicio de la objeción de conciencia cuándo una ley o medida gubernativa atenta a la libertad ideológica -derecho fundamental reconocido en nuestro texto constitucional-, constituye un atropello inadmisible a la dignidad de la persona, que, en consecuencia, el Derecho jamás debiera avalar. De lo contrario, el Derecho se convertiría en un instrumento al servicio de una minoría -aunque fuera bien intencionadamente- para imponer su voluntad -más o menos acertada- sobre la mayoría. Esta situación sería ciertamente peor que la criticada por los pensadores ilustrados, aparte de que éstos no siempre llevaban razón. Así, por ejemplo, no comparto en absoluto el parecer de Montesquieu, según el cual «la libertad es el derecho a hacer lo que las leyes permiten». El Derecho está para proteger unos derechos y libertades fundamentales que hunden sus raíces en un referente objetivo previo, que es la propia dignidad de la persona, y no en el resultado más o menos afortunado de un complejo consenso político que permita la obtención de una mayoría parlamentaria para la aprobación de un proyecto de ley cuyo contenido pueda resultar nocivo al conjunto de la sociedad.
Los siglos XVIII y XIX presenciaron la separación entre la ciencia jurídica y la moral, dando lugar a un exacerbado positivismo jurídico que el siglo XX se encargó de desmentir primero (1939-1944) y desmitificar después. Al siglo XXI le corresponde la despolitización del Derecho y su mayor acercamiento a la dignidad de la persona, poniéndolo al servicio del bien e interés común.
Artículo publicado en «Tribuna», Las Provincias, el 26 de junio de 2008.