Comunicar la fe

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 3 junio 2012.

Comunicar la fe
Por Juan Alfredo Obarrio Moreno. Profesor Titular de Derecho Romano. Universitat de València.

La crítica a la fe cristiana y a la Iglesia católica no es un fenómeno de nuestro tiempo, muy al contrario. Desde hace casi tres siglos, la apertura a la Verdad revelada, la aceptación o el respeto a las enseñanzas de la Iglesia han sido negadas por quienes, en nombre de una supuesta racionalidad y modernidad, han proclamado que el hombre, sea cual sea su cultura y su situación, no puede conocer -en la verdad cristiana- su propia verdad: la verdad de uno mismo, la que nos hace ver en nuestra filiación divina la razón capaz de colmar toda pregunta, toda respuesta.

A las sempiternas críticas del modernismo y del cientificismo, se ha sumado, desde un conocido medio de comunicación, una voz –ésta, protestante- para exponer que todos los males de nuestra llorada España, y del progreso en general, se deben a que la Reforma luterana no tuvo éxito dentro de nuestras fronteras, lo que nos convirtió en un país de vagos y maleantes, amigos de la mentira y de la tiranía. Lo sorprendente de este caso es que el personaje en cuestión fue un “piadoso” locutor de la COPE, institución que pertenece mayoritariamente a la Conferencia Episcopal, lo que demuestra, una vez más, que el rencor ejerce un influjo devastador, que envenena y envilece la vida, hasta arruinar la coherencia personal y la hondura intelectual.
Los múltiples fragmentos de la fragilidad humana también los hallamos recogidos en el seno de nuestra Iglesia. De todos es conocido que el Concilio Vaticano II fue uno de los grandes hitos de la Historia de la Iglesia. Por una parte, supuso un fermento, una gran renovación de ideas, la apertura a un mundo en constante transformación, al que se quería acceder con un diálogo vibrante, con una nueva evangelización que hiciera ver que Dios es siempre una novedad para el hombre. Pero, en contrapartida, se desarrolló un proceso de autocrítica, una ingenua apertura a los valores de la modernidad, a teologías de la liberación que llegaron a olvidar que la Iglesia vive de la Palabra de Dios -y que ésta resuena en su Iglesia-, de los sacramentos, de la belleza de la liturgia y de la caridad; de aquella palabra sosegada y contemplativa que nos indica que Él es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6).

Un buen ejemplo de este relativismo religioso, presente aún en nuestro días, puede verse en la secularización interna de algunos teólogos del pluralismo religioso, que amparándose en un Concilio que no existió ni en la letra ni el espíritu, han negado la Mediación salvífica de Cristo y de su Iglesia, han preconizado la lectura de la Escritura al margen de la Tradición, han promovido la ruptura entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, hasta oscurecer todos sus Misterios: Encarnación, Misión redentora, Resurrección, Ascensión y Glorificación.

Sus consecuencias se han hecho perceptibles en la yuxtaposición al típico eslogan de “Jesús sí, Iglesia no” por el de “Jesús sí, Cristo no”. No son fórmulas inocuas, son breves reglas que intentan inculcar que lo único que debe atraernos es la persona de Jesús, su ámbito humano, porque el reconocerlo como Hijo unigénito de Dios significaría visualizar que Jesús sigue siendo la única Verdad, y su Iglesia, su Cuerpo real. Todo un anatema para quienes nos lo quieren imponer como un mero portador de luces, pero no de Luz; de palabras, pero no de la Palabra, de la expresión viva de una fe viviente, cuya respuesta descansa en una verdad revelada por el Padre: “¿quién decís que soy yo? ¡Tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo!” (Mt.16,16).

Es muy probable que algunos católicos puedan sentir cierto desamparo o desconcierto ante tanta crítica azarada, ante esta visión antirreligiosa que nos intentan incardinar a la plomiza soledad de un mundo huérfano de Dios. Pero, a mi juicio, ninguna de estas consignas perfectamente diseñadas –y aún mejor subvencionadas- nos deberían perturbar, porque la verdad que nos sostiene no es una idea intelectual o una decisión ética, sino un hecho histórico, previo a toda teología y a toda reflexión, un encuentro personal, y siempre nuevo, con un Dios padre que nos lleva a superarnos y unirnos en Aquél en que hemos sido creados, sin detenernos a mirar si nuestra fe y nuestra verdad tienen cobijo en el laberinto de una civilización que ha hecho del sueño ilustrado de la humanidad una pesadilla: un saber para dominar.

Por el contrario, si nos parapetamos en la gruesa muralla del silencio, si nos acostumbramos a vivir nuestra fe privadamente, a hurtadillas, tal vez podamos gozar durante un tiempo de una aparente paz, de un cierto prestigio social o de algún suculento contrato o cargo público, pero con el tiempo pagaremos un precio excesivo por nuestra falta de autenticidad. Quizá por esta razón no me resisto a concluir este artículo sin incluir una reveladora anécdota sobre el rumbo que había tomado la Iglesia en Sudamérica a finales de los años setenta. El entonces Cardenal Ratzinger recuerda cómo unos delegados de una aldea visitaron al Obispo para comunicarle que se habían pasado a una comunidad evangélica. Aprovecharon la ocasión para agradecerle todos sus esfuerzos sociales, todo el bien y el consuelo que habían propiciado, “pero además necesitamos –añadieron- una religión, y por eso nos hemos hecho protestantes”. Ante esta dolorosa afirmación, Ratzinger afirmó: “Necesitaban también que les anunciaran a Cristo crucificado y resucitado”. Ciertamente necesitaban que les hubieran recordado el sentido primigenio del cristianismo, aquél que se halla recogido en un breve tratado apologético dirigido a un tal Diogneto, datado en la Atenas del siglo II d. C., y en el que se describe, con un mensaje de esperanza y de seguridad, el deber que tiene todo cristiano de santificarse en medio del mundo, iluminando todas las cosas con la luz de Cristo: “están –los cristianos- en el mundo como si no fueran de él; son como el alma del mundo, aborrecidos por éste y sin embargo dándole vida. Sus convicciones son tan firmes que no vacilan en dar la vida para no abandonarlas; pues no se han inventado su doctrina, sino que la han recibido de Dios”. En estas breves líneas se resume la lucha de la Iglesia primitiva y la incesante tarea que incumbe a la fe católica si quiere seguir siendo fiel a sí misma. Y en esta labor estamos todos: tú y yo.