Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 17 marzo 2013.
El fracasado por Carmelo Paradinas. Abogado.
En nuestro léxico ordinario, llamamos fracasado a alguien cuyos logros personales quedan muy por debajo de las expectativas que sobre él tenían los demás o él mismo. El paradigma del fracaso es que esos logros sean ínfimos e incluso inexistentes. Es decir, que la condición –al menos conceptual- de fracasado viene determinada por una premisa: las expectativas que tal individuo tiene o que otros tienen respecto de él.
Siempre dentro de ese léxico ordinario de que partimos, se toman como referencia de estas premisas las perspectivas “mundanas” habituales en la evaluación de una persona: éxito profesional, económico y logros sociales. Hay otros criterios de evaluación más importantes, pero no figuran en el dial éxito – fracaso de una persona. Nadie llamará fracasado a un individuo solamente por el hecho de ser un mal marido o una mala esposa, o un mal padre de familia o un impresentable en sus relaciones con los demás o un perfecto sinvergüenza en el literal sentido de la palabra. No si, a pesar de todo ello –e incluso no a pesar, sino precisamente por ello-, ha alcanzado aquellos éxitos económicos, profesionales y sociales. A esos no se les considera fracasados. Y así nos van las cosas.
Pero la palabra fracasado tiene muy diferentes matices, según se utilice en tercera, segunda o primera persona. La más objetiva, la más real, debería ser la que se emplea en tercera persona, es decir, cuando el diagnóstico de fracasado es emitido por terceros. Pero para ello, esos terceros deben estar totalmente exentos de mala intención y poseer una información veraz y suficiente; y como ambas condiciones no siempre se dan, muchas veces sucede que ese diagnóstico es erróneo o intencionadamente falso.
En segunda persona, la palabra fracasado no debe utilizarse jamás. Es un insulto. Se haga con la intención que se haga, decir a alguien “eres un fracasado”, es un insulto. Si es verdad, es una injuria y una falta contra la caridad. Si es falso, es una calumnia y una falta contra la justicia.
En primera persona, yo opino, sinceramente, que nunca se ajusta a la realidad. Aparentemente, esta dura confesión,“yo soy un fracasado”, es un espontáneo ejercicio de sincera y dolorida humildad, pero encubre otras realidades muy diferentes, que van desde una desenfocada autocrítica o una soberbia -¿quién lo diría, no?- más o menos grave, hasta una pésima gestión de la propia vida. Dicho de otra forma, la expresión no suele describir la situación real de quien la pronuncia que, con toda probabilidad, será otras cosas, pero fracasado, lo que se dice fracasado, no. Veamos por qué.
El punto de partida del asunto está en el establecimiento de las expectativas, momento en que ese desenfoque y esas soberbia a que antes me refería pueden hacer su aparición, viciando, ya irreparablemente, la evaluación “éxito – fracaso”. Si un brillante estudiante de medicina fija su expectativa en conseguir el Premio Nobel de su especialidad, se considerará un fracasado si acaba sus días profesionales siendo solamente un buen médico internista. Desenfoque. Soberbia. No fracaso.
Al margen del mayor o menor acierto a la hora de elegir las propias expectativas, para alcanzarlas hay que poner medios adecuados, cosa, en muchas ocasiones, más complicada de lo que parece. Aquí, por segunda vez, puede hacer su aparición la soberbia. Porque yo, que me creo un “fenómeno” en todo lo mío, considero que mis excepcionales dotes me permitirán alcanzar aquellas expectativas con un mínimo esfuerzo: vamos, que va a ser un “paseo militar”. Y resulta que las cosas no van por ahí, que conseguir las propias metas requiere siempre un esfuerzo, mayor cuanto más difíciles yo mismo me las haya impuesto. Y cuando aquello sale mal, muy mal, se recurre al humillado “es que yo soy un fracasado”. Pereza. Soberbia. No fracaso.
¿Y cómo explica quien se considera a sí mismo un fracasado, haber llegado a tal situación? ¿Cómo y por qué él, que es un “fenómeno”, ha llegado a ser un fracasado? Pues lo explica desplazando su propia responsabilidad –que, obviamente, él no ve ni de lejos- a dos factores determinantes: los demás, con la incomprensión de su genio o con su envidiosa malevolencia, y la mala suerte.
Puede que haya personas a las que la maldad de los demás haya conducido fatalmente al fracaso, pero creo que, con aquella expresión que a mí me encanta del malogrado Perich, se pueden contar “con los dedos de una oreja”. Muy por el contrario, tanto la propia Historia como nuestra experiencia personal, pueden contar por cientos –o por muchos miles…- casos de personas cuya auténtica valía no se ha visto dañada, incluso al revés, por la culposa ignorancia o la dolosa oposición de personas o instituciones poderosas. Si te han derribado es que no eres tan fuerte como creías, amigo…
Respecto de la mala suerte, ciertamente, puede existir; y, ciertamente también, puede hacer fracasar muy buenas empresas. Pero, ¿realmente se ha tratado de mala suerte? Aquel brillante estudiante de medicina que antes conocimos, no obtuvo una cátedra por mala suerte; inició varias investigaciones científicas que no prosperaron por mala suerte; y tuvo la mala suerte de casarse con una mujer que tampoco supo comprenderle y acabó de arruinarle la vida. Y no pudo alcanzar el premio Nobel. Demasiada mala suerte, parece… ¿No será, sencillamente, una sobrevaloración de las propias capacidades? Y si realmente ha sido la mala suerte la que te ha perseguido, puedes afirmar que lo que ha fracasado han sido tus empresas, no tú.
Conclusión. Si una persona se valora a sí mismo con humilde objetividad y prudencia, y fija sus expectativas sobre el resultado de esa evaluación y, para alcanzarlas, lucha con rectitud y constancia, lo más fácil es que las alcance. Y si, por una u otra razón, no las alcanza y aunque la maledicencia de los demás le llame fracasado, él, en primera persona, nunca se lo deberá llamar.