Artículo de opinión publicado el 22 de enero en Las Provincias por Alberto Báez Gil, Abogado.
«Desde un punto de vista matemático ¿qué probabilidades reales teníamos de haber nacido? De los millones y millones de espermatozoides que competían para alcanzar el óvulo, ¿qué probabilidades había de que fuéramos nosotros los seleccionados por el Universo?
Si respondemos de forma racional, podemos llegar a la conclusión de que nuestra existencia es un regalo y un auténtico milagro dentro del Destino. Y, sin embargo, paradójicamente, contrastamos este milagro de la vida con los datos que nos ofrece el Instituto Nacional de Estadística (INE): Más de 3.940 suicidios en el año 2020, la cifra más alta desde que existen registros.
Es solo la punta del Iceberg de toda una deriva de malestar social que está desembocando en problemas mentales que van desde la depresión hasta el suicidio. Entre las múltiples causas que existen a este problema complejo, sobresale la creciente tendencia de negación de la individualidad de las personas y el respeto a su singularidad por parte de las instituciones políticas, culturales y sociales de los países occidentales en estas últimas décadas.
Empecemos cuando nacemos. Los padres son los instrumentos elegidos por el Universo (o Dios si se prefiere) para dar la vida. Tienen un papel de guardianes del Ser que acaba de nacer con el fin de que esa semilla pueda desarrollar todo su potencial y los dones en un futuro. Por el contrario, en muchas ocasiones, nos encontramos que la institución familiar, llena de buenas intenciones, realiza una programación de esa semilla a través de prejuicios, sobreprotección o creencias rígidas que dejan poco margen al autoaprendizaje de los menores.
El pasado mes de noviembre, el Consejo de Ministros aprobó el Real Decreto de evaluación, promoción y titulación en donde se podrá pasar de curso o titularse en la ESO aunque hayan suspensos. Esta forma de entender la educación atenta contra la singularidad del individuo ya que son en los momentos de crisis, frustración o sufrimiento cuando los jóvenes pueden despertar, hacerse preguntas más profundas, conocerse a sí mismo y, en última instancia, tener la oportunidad de desarrollar todo el potencial y los dones que se esconde en cada ser humano.
Los universitarios estudian una carrera con el fin de alcanzar un empleo seguro conectando, a su vez, con una sociedad materialista que invita a consumir y a endeudarse por encima de nuestras posibilidades. Las crisis económicas cíclicas que golpean a las familias nos vuelven a recordar la falacia que supone un capitalismo sin límites.
Cuando ya somos adultos entra en juego un nuevo factor: el Estado con todo su entramado de instituciones políticas. El Estado, que debería ser un organismo que ejerciera de arbitro entre individuos libres, únicos e iguales en pro del bien común, se convierte en una máquina generadora de individuos dependientes del Estado, en una especie de paternalismo que anula la singularidad de las personas. Pongamos un solo ejemplo. Según la Fundación Civismo, en el año 2020 los españoles dedicaron 193 jornadas de trabajo (hasta el 13 de julio) sólo a pagar impuestos.
La estructura social y política ha dificultado que los ciudadanos sean corresponsables de su destino, generando, a su vez, una especie de anestesia colectiva de individuos con baja capacidad de pensamiento crítico. En definitiva, ciudadanos que piensan y actúan en base a lo “políticamente correcto” y, cuyas normas, han sido previamente establecidas por las élites dominantes.
Las consecuencias en la sociedad son patentes. Según el último informe del Centro Europeo de Monitoreo de Drogas, el uso de antidepresivos en la Unión Europea crece año tras año batiéndose el récord en 2020. En la esfera de las relaciones familiares, los divorcios, nulidades y separaciones ascendieron a 91.645 casos (datos del INE en 2019). Finalmente, en las democracias occidentales se va percibiendo cada vez más una deriva hacia el populismo y gobiernos más autoritarios.
Sin duda es una gran noticia que la sociedad tome consciencia de la importancia de la salud mental y que el Congreso haya iniciado los trámites para aprobar la Ley Integral sobre Salud Mental. Sin embargo, de poco servirá dicha ley, si no se va a las raíces profundas del problema y que necesariamente pasa por crear una sociedad de individuos libres, independientes y responsables de su propio destino, potenciando su singularidad y los dones que la vida ha puesto en cada ser humano.
Una de las claves de la salud mental se encuentra en una palabra de moda: empoderamiento. Es decir, ser consciente del poder que tiene el ser humano para tomar sus propias decisiones, ser corresponsable de su propio destino, aceptar su propia singularidad, con sus luces y sombras, y conocer los dones y talentos recibidos para, en última instancia, ponerlos al servicio de la sociedad en pro del bien común. En definitiva, hacer valer el milagro que supone haber nacido. Esta estructura social, heredada del racionalismo ilustrado, en donde el Estado ejerce un papel casi paternalista y proteccionista sobre los individuos, que tenía su sentido en la era industrial, debe evolucionar hacía un modelo en donde el ser humano vuelva a ser el protagonista de la sociedad. Un humanismo racional abierto a la trascendencia, a las emociones y a los sentimientos de las personas.»