El valor de un discapacitado. Respuesta a Rosa Regàs.

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 19 agosto 2012.

El valor de un discapacitado. Respuesta a Rosa Règas.
Por Juan Alfredo Obarrio Moreno. Profesor Titular. Universitat de València.

Empiezo a tener mis dudas sobre si tenía razón Nietzsche cuando, siguiendo a Heráclito, reivindicó la idea del eterno retorno. La razón de esta incertidumbre me viene como consecuencia del desánimo al que me ha llevado la lectura de un artículo publicado por Rosa Regàs, mujer progresista, cuyos méritos intelectuales –y no otros– le llevaron a ocupar la Dirección General de la Biblioteca Nacional, así como a representar al partido socialista en las listas municipales del 2011, lo que seguramente evitó una debacle aún mayor al partido de Hereu.
En el hiriente artículo, la mencionada escritora, tras llamar retrógrados a quienes no comulgan con su ideario, sostiene afirmaciones como las siguientes: “Y que sea el señor Ruiz Gallardón el que tenga que decidir si una mujer ha de dar a luz un monstruo … las europeas ya tienen ese problema solucionado, de no querer dar vida a quien no podrá disfrutarla …”. Su no menos doloroso alegato final, no tiene desperdicio: “Señor Ministro, ¿no le parece que antes de dar vida a los monstruos debería ocuparse de que no se resquebrajara la dignidad de los vivos, y defender para ellos trabajo, vivienda, educación y sanidad?”.
El desasosiego que me ha dejado su lectura, lo he paliado, en parte, con la confortante réplica que ha realizado Andrés Aberasturi. Andrés, además de ser un conocido, prestigioso y atípico periodista –le recuerdo con afecto en las mañanas de RNE, corrían los primeros ochenta–, es padre de un hijo con severa discapacidad y militante agnóstico –esto último no entraba en los cálculos de Rosa–. Desde su experiencia, sostiene que la autora realiza sus afirmaciones “con rotundidad insultante, dolorosa, injusta y excesivamente cercana a la ideología nazi … ¿Qué sabe Rosa Regàs de eso? ¿Qué sabe Rosa Regàs de la risa abierta de mi hijo, de su paz cuando duerme, de su mirada llena de luz cada mañana, de lo que le hemos podido dar y de todo lo que él nos ha dado? ¿Cómo se atreve Rosa Regàs a generalizar y afirmar que mi hijo –y tantos hijos– no pueden disfrutar de la vida? ¿Con qué derecho dice tales cosas? ¿Con qué base científica? ¿Con qué permiso?”.
Ciertamente no le falta razón a Aberasturi cuando afirma que el pensamiento de esta hija del progreso y de la razón se halla cercano al plan eugenésico diseñado durante el Tercer Reich. En este doloroso período de la Historia, en la Alemania Nazi, antes de la persecución del pueblo judío, del gitano, de los comunistas, de los cristianos y de todo aquél que pudiera contravenir el pensamiento que ensalzaba la nueva raza aria, se ordenó asesinar a cerca de 200.000 adultos y niños con discapacidad. El pretexto estaba servido: el sueño de la pureza racial. Quienes no la representaban fidedignamente, fueron, como leemos en la obra teatral del dramaturgo Nabil Shaban, “Los primeros en partir”.
Muchos médicos y científicos alemanes se dejaron seducir por el crimen y el delirio que supuso el desarrollo de la denominada biología aplicada, de una higiene racial incardinada a la supresión sistemática de aquella población que representaban una amenaza biológica y social: debilidad mental, esquizofrenia, trastorno maniaco-depresivo, epilepsia, corea de Huntington (una forma mortal de demencia), ceguera, sordera, deformidad física, alcoholismo o cualquier otro tipo de deformación física. Fueron llamados “consumidores improductivos”, “comedores inútiles”, lo que llevó a Hitler a sostener: “nosotros no sólo hemos mantenido una vida indigna; sino que además hemos permitido que se multipliquen”, por lo que: “si no están capacitados para el empleo, sólo para hacer el trabajo de la máquina simple, deben morir”. Tristemente así fue. Sus vidas, como las conciencias que abrazaron la cólera del mal, se marchitaron en frías salas de hospital o en lúgubres campos de concentración. Eran los años en los que primaba la belleza y la selección de la raza. Era, ciertamente, un tiempo en que prevaleció el odio y el dolor, no la vida; en el que se exaltó a Dionisio frente al Crucificado.
Estas leyes entraron en vigor en 1933, y fueron el origen del exterminio de seis millones de judíos. Su memoria permanece viva en nuestras conciencias, pero nuestra fragilidad hace que su dolor se desvanezca en el tiempo. Pero hoy, al leer el artículo de la escritora catalana, he comprendido que tenía que alzar mi voz por aquéllos que no tienen voz, que debía esgrimir mi palabra contra el resentimiento de una supuesta clase intelectual que desprecia –“por intolerantes”– a quienes sólo pretenden defender una verdad que se funda en la vida –y no contra ella–, a quienes se niegan a someterse al asfixiante gregarismo vigente, a aceptar esa atmósfera enrarecida que relega a quienes creen en aquella Palabra que precede a toda palabra, en reglas éticas que nos enseñan que no debemos hacer a nadie lo que no desearíamos que nos hicieran a nosotros. Son reglas y principios que educaron la inteligencia y la conciencia durante milenios, y que ahora intentan suplantarlas por el escapismo inmaduro del carpe diem.

Vuelvo a leer con pausa el artículo, y una inquietante pregunta me asalta en mi fuero interno: ¿quién es aquí el monstruo?