Artículo de opinión publicado en el periódico Las Provincias el 24 de septiembre del 2017 por Juan Alfredo Obarrio Moreno. Profesor de Derecho Romano de la Universidad de Valencia.
«En su obra Derecho, Sociedad, Estado, el historiador Paolo Grossi se pregunta acerca de lo que se le debe pedir al jurista. Su respuesta no deja indiferente al lector: valentía y vigilancia. Valentía y vigilancia son dos sustantivos que sin duda representan todo un reto para quienes nos acercamos al mundo del Derecho, lo estudiamos y lo exponemos. Un reto que a lo largo de la Historia han asumido ensayistas y escritores cuando, como hace Saramago en su Ensayo sobre la ceguera, son capaces de denunciar el estado de descomposición al que puede llegar una sociedad en la que la desidia, el miedo o la violencia se anteponen al Derecho y a la Justicia. Esa valentía y vigilancia es lo que diferencia a un verdadero Estado democrático –en el que la que la soberanía reside en la nación–, de uno que no lo es, ni puede llegar a serlo.
Como habrá intuido mi amable lector, me estoy refiriendo a esa ensoñación llamada República catalana, fruto del desafío y del dislate independentista. Con absoluta falta de rigor, solemos escuchar que el incremento del separatismo se debe al inmovilismo del Estado. Es la gran farsa de la política. Es la gran mentira, una más, de los independentistas –y, por desgracia, no sólo de éstos–, que lo fueron siempre, porque nunca dejaron de serlo, porque nunca dejaron de traicionar a España.
Un hombre bueno y sabio, un poeta grande como Antonio Machado lo dejó por escrito en aquella inolvidable carta dirigida a Pilar Valderrama (2/4/1932), en la que se atrevió a denunciar la proclamación de la República catalana por Francesc Macià (14 de abril de 1931). Esa misma República que ahora intentan reivindicar, pero que ellos la apuñalaron desde el primer día. El texto no deja la menor duda: “Razón tienes, diosa mía, cuando me dices que la República ¡tan deseada! –yo confieso haberla deseado sinceramente– nos ha defraudado un poco. La cuestión catalana, sobre todo, es muy desagradable. En esto no me doy por sorprendido, porque el mismo día que supe el golpe de mano de los catalanes, lo dije: ‘los catalanes no nos han ayudado a traer la República, pero ellos serán los que se la lleven’. Y en efecto, contra esta República, donde no faltan hombres de buena fe, milita Cataluña. Creo, con don Miguel de Unamuno, que el Estatuto es, en lo referente a Hacienda, un verdadero atraco, y en lo tocante a la enseñanza algo verdaderamente intolerable. Creo, sin embargo, que todavía cabe una reacción en favor de España, que no conceda a Cataluña sino lo justo: una moderada autonomía, y nada más”. En este caso, la II República supo imponer el Derecho a la sinrazón: Lluís Company fue condenado a treinta años de reclusión mayor, y fue inhabilitado a cargo público; por su parte, Cataluña sufrió la suspensión de su Autonomía. Hoy nadie se atreve a recordarlo, ¿por qué será?
Seguramente el lector estará pensando lo mismo que quien escribe estas líneas: ¡qué pena!, nada ha cambiado. Y nada puede cambiar porque el discurso nacionalista es siempre resistente a la crítica o la mera confrontación con los datos que contradicen sus postulados. No importa demostrar que determinados hechos históricos no ocurrieron como el nacionalismo lo enseña, o que seleccionan del pasado únicamente los capítulos que más les conviene, y luego los reescriben a su gusto y antojo, como ese fantasmagórico reino catalano-aragonés que sólo existió para los “puyol & cia”. No importa hacerles ver la contradicción en la que incurren cuando proclaman las bondades del multiculturalismo, y luego, en su casa, aplican la más rancia y sectaria uniformidad lingüística y cultural que uno recuerda, o cuando invocan el inexistente derecho de auto-determinarse (vigente sólo para la descolonización), pero no permiten el ejercicio de ese derecho a los habitantes del Valle de Arán. No importa que la población de cualquier territorio se conforme de una mezcla de grupos, culturas y de pensamientos políticos diferentes, porque para ellos, para los independentistas, los traidores, los herejes como Tarralledas o Albert Boadella no cuentan, no son parte de la Historia de ese pueblo al que sólo ellos pertenecen, a ese pueblo que ellos, y sólo ellos, han inventado para quedárselo en exclusiva.
En este escenario, Derecho y violencia parecen ser las dos caras de una misma moneda. Y en esta moneda largamente compartida, el enfrentamiento entre ambas puede ser inmediato e inevitable. Si vence el Derecho, vencerá la Historia, la estabilidad, la ciudadanía y el futuro. Si vence la violencia, aparece la arbitrariedad, la confrontación, la discrecionalidad, la indefensión y la reiterada manipulación histórica. Y frente a esta cruda realidad, ¿qué hacer? Dialogar, dirá la mayoría. Sí, pero dentro de la Ley. Porque sin respeto a la Ley, no hay Estado de Derecho, y sin éste, no hay Democracia, y sin ésta, no hay igualdad, ni solidaridad. Sí, porque sin la Ley, a buen seguro el embrión del totalitarismo seguirá creciendo día tras día. Es lo que ellos quieren. Y lo quieren, porque de esto viven. Pero es lo que un Estado de Derecho –si se tiene como tal– nunca puede tolerar. De hacerlo, claudicaría la razón, el Derecho y el Estado-Nación. Una traición que nuestro país no se merece.
Y nosotros, la sociedad civil, ¿qué debemos hacer? Exigir la regeneración de una política que ha olvidado que la Historia, como el Derecho, no es una barrera o una frontera, ni un escudo, ni una lengua hablada, escrita u olvidada: es la parte más sagrada de una sociedad y de una civilización a la que no se le debe manipular con eslóganes vacíos, hueca palabrería y mezquina política. Debe exigir la regeneración de esa política baldía que no busca otra cosa que alcanzar la poltrona del poder, para imponer su concepto de vida y de país. No el nuestro. Ni el de nuestros padres. El suyo. Ese que nadie sabe hacia dónde va, pero que algunos “listillos de pacotilla” sitúan en alguna república dictatorial y bananera. ¡Pobre política! ¡Pobre país!
Y cuando todo esto ocurre, nosotros, los ciudadanos de a pie, no nos podemos quedar silentes, esperando a que los demás solucionen una realidad que otros emborronan a diario. Debemos, y podemos, recordar a los partidos, al menos a los que son democráticos, que el Derecho implica legalidad y legitimidad. Como entraña el sometimiento y el control al Poder. Sin estas premisas, no hay poder, ni hay Derecho. Solo la arbitrariedad y la tiranía que algunos tanto añoran.
Lo reconozco: el reto es difícil. Pero no imposible.»