Más de 30 años tras el Muro de Berlín
Dieter Wendland es un diseñador berlinés de prestigio, además de fotógrafo. En 1961 tenía doce años. El 13 de agosto de ese año, la ciudad de Berlín amaneció dividida en dos por un muro que no caería hasta 1989. Los recuerdos del niño Dieter son los de gente “que de un lado mira sorprendida pero hace vida normal mientras al otro lado, el mundo vive encerrado, separado por un gran muro con alambres, perros de caza, hombres armados y quien intente cruzarlo es automáticamente fusilado”. Es así como su familia quedó dividida por una barrera infranqueable. Él, con sus padres y dos hermanos, en el este. Al otro lado, un hermano.
¿Cómo era la vida en el Berlín Oriental?
Era una situación asfixiante. Si no fuera por el apoyo de los amigos y familia, hubiera sido imposible aguantarlo. Mi hermano fue condenado a prisión dos años y medio por –según decían– ‘calumnias al Estado’. Era un asunto completamente ficticio. No salíamos de casa porque sabías que fuera había enemigos, alguien que te espiaba. Incluso entre los más allegados, podía haber gente que informara.
¿Qué tipo de información pasaban?
De todo. Desde conversaciones que teníamos por teléfono o por la calle, a cosas tan surrealistas como lo que leímos en los documentos que tenían los servicios secretos sobre mi mujer: ‘Ha colgado ropa a secar en el balcón’. Absurdo, pero así era.
¿Eran plenamente conscientes de esta situación?
Sabíamos que nos espiaban, pero no teníamos ni idea de las dimensiones a las que llegaba ese espionaje. Cuando lo supimos, nos asustamos mucho y, en parte, nos entristeció. En mi documentación, en lo que existe sobre mí, se ve que había diecisiete personas informando sobre mi vida. Y mientras yo lo leía, a mi lado había una persona leyendo su información y llorando. En los textos se proponían medidas que había que tomar. Cosas como ‘entrar en la vida íntima de las personas y disolverlas’. ¿Qué significaba eso de ‘disolver’? Incluso el lenguaje que se utilizaban nos asustaba mucho.
No es para menos…
Entre los años 1953 y 1961 hubo tres millones de personas que consiguieron pasar de la parte oriental de Berlín a la occidental para luego, huir o emigrar –como se lo quiera llamar– a la República Federal de Alemania. Muchos más lo intentaron sin éxito en coche, con escaleras, vehículos voladores de todo tipo… Unos fueron fusilados y a otros se les aplicaban unos castigos draconianos por ser ‘violadores de las fronteras’; así se les llamaba. La pésima situación económica llevó a las negociaciones con la Alemania Occidental a cambio de combustible (petróleo, carbón…). Además, desde la República Federal se intentaba sacar a los encarcelados injustamente pagando por ellos entre 20.000 y 120.000 marcos alemanes [un marco alemán de entonces eran unas 80 pesetas]. Ni siquiera el gran crédito de 1.000 millones otorgado por occidente en 1981, sirvió para recuperar la situación económica.
¿Y por qué no hacían nada?
La vida social se deterioraba poco a poco. No se podía organizar nada con sentido y los que realmente eran capaces de asumir riesgos, intentaban irse o tenían dinero para pagar su salida al Gobierno. A finales de los años 70 principios de los 80, muchos buscaron espacios de diálogo dentro de comunidades protestantes, en las iglesias. Se animaban y buscábamos motivos por los que luchar y vivir.
Mientras, ¿qué hacía el Gobierno?
Honecker, el jefe de estado de la República Democrática de Alemania, estaba convencidísimo de que íbamos por el buen camino hacia el socialismo y, por lo tanto, todo pasaba por ahí. Pero el país estaba cada vez peor y el pueblo quería vivir en paz. Todos los años, el 8 de enero había manifestaciones oficiales en recuerdo de Rosa de Luxemburgo. En 1988, aparecieron unos manifestantes que, al margen de la oficialidad, llevaban una pancarta citando a Luxemburgo: «La libertad sólo existe si realmente es libertad para el que piensa de otra manera».
¿Eso fue la gota que colmó el vaso?
Sí, ese año fue el de la revuelta y posterior represión en la plaza de Tiananmen y el Gobierno comunista de Alemania hablaba de ‘la solución china’ como lo correcto. Teníamos mucho miedo. Después Hungría abrió las puertas hacia Austria, con lo que un éxodo de alemanes salió hacia la República Federal por esta ruta. Cuando Honecker cerró las fronteras, cerca de 5.000 personas se refugiaron en la embajada de la Alemania Occidental, en Praga.
Por si fuera poco, en esos momentos se celebraban los 40 años de la constitución del país. Miles de personas comenzaron a manifestarse en el lugar de la conmemoración del aniversario. Hubo más de mil detenciones, muchas de ellas de personas que no tenían nada que ver, pero que estaban alí. Fueron maltratadas, se vio cómo pegaban con toda la intención al estómago de una mujer embarazada. Trataron a las personas como animales.
Y entonces…
Entonces sucede lo que todo el mundo conoce del 9 de noviembre de 1989. Por un malentendido sobre quién era el responsable de autorizar que alguien viajara, en un momento determinado se comenzó a reunir mucha gente frente a los pasos fronterizos. Miles de personas que exigían pasar porque decían: “el gobierno de este país ha declarado que podemos viajar donde queramos”.
¿Así? ¿Sin más?
Hay que imaginarse la situación: puestos fronterizos cerrados, el muro, el alambre de espino, la vigilancia… y varios centenares de personas que se acercan. Los guardias no sabían nada de lo que les decían y nadie respondía al teléfono. Ningún responsable. Miles de personas se agolpaban y cada vez más, ¿qué hacer? o disparar y provocar una sangría, o abrir.
No hubo sangría
Cruzamos la frontera en medio de una masa de gente absolutamente eufórica que veía que nadie impedía la salida. Una auténtica locura. La única pregunta que nos hacíamos era: “¿por qué hemos tardado 40 años? ¿Por qué no hemos venido antes a decir que nos dejaran pasar?”.
Entrevista realizada por Jaume Figa
http://rescrito.blogspot.com/2010/01/mas-de-30-anos-detras-del-muro-de.html