Artículo publicado en el diario Las Provincias del domingo 17 de abril del 2016 por Carmelo Paradinas, Abogado.
«Globalización, palabra que ha irrumpido en nuestro léxico con gran fuerza. La usamos a ciegas porque pocos conocen su exacto contenido. Sabemos que hace referencia a que, en estos momentos, asuntos de los países que hasta ahora permanecían dentro de sus fronteras, las han rebasado para afectar a todo el globo terrestre; lo primero, sus problemas. Los progresos, los beneficios, las alegrías, no se expanden tanto; se disfrutan en familia. Y como problemas a todos nos sobran, difíciles son de aceptar, a pesar de su sobrecogedora magnitud, los que padecen personas a las que no solamente no conocemos, sino que solamente se han acordado de nosotros al oír sobre sus cabezas los truenos de una gran tormenta.
La cosa se complica si los que originariamente padecen el problema, angustiados por su perentoriedad, no esperan permiso ni piden por favor, sino que toman directamente lo que necesitan, creando un grave conflicto con los que, sin haberlo pedido, reciben este nuevo y ajeno problema sobre sus espaldas.
En épocas de inferior sensibilidad social, la cuestión se resolvía a pedradas o a tiros, según el momento histórico. Afortunadamente, en nuestros días las cosas son diferentes. Esa sensibilidad social se ha incrementado y casi todo el mundo se siente conmovido y bien dispuesto a ayudar. Casi todo el mundo.
Pero una situación tan compleja plantea serias confrontaciones que no se resuelven solamente con buena disposicion. La globalización es un movimiento espontáneo, multiforme, en ocasiones sutil, multitudinario por naturaleza, pues se refiere, en la mayoría de los casos, a grandes regiones, a continentes enteros. Moviliza millones de personas. ¿Quién puede ponerle barreras? O, desde un punto de vista práctico, ¿quién tiene que organizarlo? Porque parece ineludible que este descomunal fenómeno necesite organización.
Desde hace un par de siglos, la Humanidad viene invirtiendo ingentes cantidades de dinero en organismos internacionales que tienen entre sus fines ocuparse de esta clase de problemas. Proliferan como setas en otoño y nos aturden con sus grandes asambleas y rimbombantes cargos -¡oh, eso sí, que no falten buenos cargos!-. Pero, sus logros en tantos años, pueden contarse, como un humorista escribió, «con los dedos de una oreja».
Y, como era de prever, la patata ardiendo ha acabado cayendo en las manos de las naciones, que como no saben qué hacer con ella y les está abrasando, tiran por la calle del medio con soluciones improvisadas, más o menos chapuceras. Y la verdad es que no mucho se les puede reprochar. Si de algo podemos presumir los españoles es de solidiarios. Lo hemos demostrado en una de las manifestaciones más notorias de la globalización: su masivo movimiento migratorio. Hemos recibido, sin más problemas que los que ellos han querido darnos, a cientos de miles de emigrantes de todo color, raza, religión y credo político. No ha sido un gesto gratuito, como quien se apretuja en un banco para dejar sitio a otro. Ha tenido un gran costo social, con efectos colaterales serios que, en la mayoría de los casos, han pasado desapercibidos.
En 1987, se promulgó en España una ley del transporte que ponía los pelos de punta. Quien quería ser transportista en nuestro país tenía que acreditar solvencia económica, honorabilidad, rigor en tarifas y horarios, suficientes medios materiales y elevada formación técnica. Un severo servicio de inspección vigilaba el cumplimiento de todo ello, castigando con fuertes sanciones las infracciones. La ley tenía un evidente objetivo disuasorio. En España ya había exceso de transportistas y había que evitar que se incrementara dando facilidades a quienes, procedentes de otras profesiones en declive, pensaran que el transporte aun sigue siendo una actividad rentable.
Esa ley va a cumplir veintinueve años y hoy día, para hacer transportes en España no se necesita más que un par de amigos en buena forma física, una furgoneta vieja -si es posible, con seguro-, un teléfono móvil de tarjeta, un montón de papeletas de propaganda, por ordenador o a mano,y las farolas de alumbrado público donde pegarlas. Esta facilidad de trámite hay que agradecérsela a la globalización. Secundario es que los transportistas tradicionales, para los que aquella ley se promulgó -y que «sí o sí», tuvieron que cumplirla-, hayan desaparecido uno tras otro. Esa misma historia, en diferentes versiones, nos la pueden contar pintores, albañiles, fontaneros, fruteros, debidamente acreditados que durante años han venido pagando religiosamente sus obligaciones de impuestos, arbitrios y contribuciones. Porque el intrusismo profesional, de la mano de este nuevo fenómeno, es cosa del pasado y ahora todo eso ni se paga ni se exige. Obviamente, no vamos a echar sobre la globalización las culpas de una tremenda crisis, pero ha ayudado.
Cosa parecida, pero diferente, es el proteccionismo brindado a determinadas empresas de nacionalidades orientales, en perjuicio de las nacionales. ¿Cabe mayor disparate que proteger al de fuera perjudicando al de dentro? Pero esto no es cosa de la globalización, sino de las balanzas comerciales. Algún día hablaremos de ellas, que también tienen lo suyo.
Concluyo regresando a aquella pregunta: ¿Quién tiene que organizar esta situación? ¿O acaso, aplicando aquel viejo y desacreditado principio económico «laissez fair, laissez passer» -dejad hacer, dejad pasar-, no tenemos que hace nada? Sospecho que, convenga o no, esto último será lo que acabe sucediendo.»