Artículo de opinión publicado en el periódico Las Provincias el 13 de agosto del 2017 por José Franco Chasán, Investigador del Instituto de Estudios Sociales, Políticos y Jurídicos.
«El sistema de delegación de poderes le ha robado a la gente su cultura democrática.
El conjunto de los ciudadanos adolecemos de una falta de espíritu crítico y cuestionamiento social, debido en parte a un sistema estable de delegación de funciones públicas, como son el parlamento y/o la judicatura, que a menudo se tornan inaccesibles para el grueso de la población. Más que de estabilidad institucional, deberíamos hablar de rigidez institucional. Simple y llanamente han castrado de nuestro imaginario colectivo la voluntad de diálogo y de toma de decisiones. Ese remanente de sabiduría de las sociedades más antiguas, ese afán puesto en la búsqueda de soluciones conjuntas sin instrumentos jurídicos, esa pasión de idear soluciones específicas con base en la casuística…Todo ello ha sido extirpado. Bienvenidos a la estandarización. Hemos trasformado el parlamentarismo en un sistema compartimentado e inaccesible, reservado solo a unas clases medias-altas con formación y contactos políticos. Y ello afecta, de manera directa, al constitucionalismo. Tener un Estado que lo piensa y decide todo, un Estado que cuenta con Parlamento, Senado y Tribunales y, sin embargo, logra que las funciones se estandaricen y que los ciudadanos den por sentado muchas cosas. Y se dan por sentado cosas importantísimas cuando lo cierto es que la ciudadanía es el motor del cambio. El parlamentarismo, cuyos orígenes se remontan en la misma España a las Cortes de Aragón y de León allá en el año 1188, hoy en día goza de una pésima salud. Vivimos en un parlamentarismo cuyo acceso se ha reservado a las altas esferas y a un solo modelo de discusión sobre los posibles cambios en la sociedad: el Parlamento físico (modelo bastante rígido, por cierto). En otras estructuras de Estado más jóvenes, como es el caso de Estados Unidos, la iniciativa ciudadana, a pesar de lo pintoresco o irrisorio de sus propuestas, cuenta con un gran peso y altas dosis de movilización social.
Es, en definitiva, motivo de admiración.
Imaginemos que desaparecen los parlamentos y otras esferas del poder público. Mal se podrá autogestionar, de manera justa y respetuosa, una sociedad recién salida de una estructura estatal la cual toma prácticamente todas sus decisiones por ella. Echando mano del refranero local, estaríamos en pañales. Es cierto que el parlamentarismo actual ha llevado a largos periodos de estabilidad institucional. Ahora bien, ¿a qué precio? Tanta estabilidad institucional ha acabado haciendo que los ciudadanos crean que deben aportar menos al modelo de sociedad, y de hecho, así ocurre. No sería de extrañar que tuviéramos una menor inclinación al diálogo y menor capacidad de resistencia frente al discurso oficial que hace unos lustros. Un discurso oficialista que nace en el mismo Estado y se autoproclama como la única propuesta viable y seria. Resulta, cuanto menos cómico, si comparamos la situación del presente con la del siglo XIX. Es una cuestión a la inversa: el siglo XIX se caracterizaba por una inestabilidad político-institucional, pero con círculos de ciudadanos altamente concienciados y ávidos de debate. En cambio, hoy en día, y a pesar de que disponemos de una deseada estabilidad política, las conciencias están más adormecidas que antaño. Nos escandalizan propuestas alternativas de Estado con demasiada facilidad. Los padres fundadores de Europa, tanto los griegos de hace dos mil años como el mismo Jean Monnet hace sesenta, jamás habrían temido el debate y la reforma. Nos hemos vueltos bastante cobardes.
Algún lector se preguntará, ¿y eso es un problema? La respuesta es simple: sí. Y de los más incómodos que puede haber. Es especialmente letal, debido a su naturaleza silenciosa. El hecho de tener instituciones que dejan tan escaso margen de maniobra dialéctica a los ciudadanos hace que lo extraño sea salirse del discurso oficial. He aquí el problema: un discurso oficial es potencialmente peligroso. Lo cual solo hace que empeorar cuando la gente, como sucede hoy, no lo cuestione o crea que las cosas «no están tan mal», signo inequívoco de que están absorbidos por el oficialismo. Son prisioneros, inconscientes o voluntarios, de un sistema rígido. Un discurso, una mentalidad. Cuando alguien se sale de las líneas establecidas, es tildado de loco, extremista o utópico, por decirlo suavemente. Salirse de la norma en cualquier ámbito de la vida, por norma general escandaliza, aunque esto, para nuestra desgracia, es especialmente notable en el constitucionalismo contemporáneo.
El sistema toca fondo cuando todo aquel punto de vista que se aleje lo más mínimo de la ideología oficial se le bautiza como «reaccionario». Y así, no hay quien pueda construir nada. Porque sin la crítica el sistema se marchita, las decisiones se secuestran y un pequeño grupo se encumbra, acabando de forma silenciosa y «democrática» con toda propuesta de cambio. Y si no, se le acusa de extremista, y unos ciudadanos muy infantilizados y temerosos, acaban ahogando las nuevas ideas y asestándole un golpe mortal a esa nueva propuesta de mejora. Por eso es tan peligroso el discurso. Un discurso que, en nuestro país se resguarda bajo la omnipotente capa del constitucionalismo. Defender a ultranza un modelo constitucionalista va justamente en contra del propio constitucionalismo, ignorando deliberadamente sus carencias y necesidades de reforma (o de cambio de sistema, todo sea dicho).
Del mismo modo que somos productores de fotos y comentarios en Facebook, Twitter y otras frivolidades tecnológicas, ¿por qué no podemos ser productores de debate, cambio y un proceso de mejoras continuadas dinámicas y sin ataduras?
El futuro de Europa es verde, proclama cierto grupo parlamentario. Me tomo la licencia de parafrasearles adaptando su eslogan a mi propuesta: el futuro de Europa es un nuevo constitucionalismo. Más abierto, más dinámico, más cambiante. En definitiva, más flexible y democrático.»