Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 12 septiembre 2010.
La Constitución de 1978: un pacto para la convivencia
Por José Sarrión Gualda. Catedrático de Historia del Derecho. Universitat Jaume I.
He estado a punto de anteponer a pacto el adjetivo fracasado, pero me he dado una pequeña tregua, para ver si podía cerrar este artículo con optimismo.
Es doctrina común, generalmente admitida, que la Constitución actual es fruto del pacto de todas las fuerzas políticas que fundieron sus voluntades en un acuerdo, desechando cada una de ellas sus postulados más extremos y así se ganaba una zona más amplia de entendimiento. De esta forma, España contó con una nueva Carta Magna y, además, al ser fruto del consenso, se podía augurarle un éxito duradero, al rectificarse el tradicional signo partidista de nuestro constitucionalismo histórico.
Desde la primera Constitución española de 1812, aprobada por las Cortes de Cádiz y próxima a celebrarse el segundo centenario, se han sucedido en España media docena de constituciones, hasta la actual de 1978, sin contar con otros proyectos abortados. Frente al ejemplo de EEUU, que cuenta con una sola Constitución, si bien revisada con algunas enmiendas, los historiadores y constitucionalistas han diagnosticado que las sucesivas Constituciones españolas eran la plasmación y obra de la excluyente ideología del partido político en el poder. Repasemos brevemente cada una de nuestras Constituciones. La de 1812, inspirada en la Ilustración y que incluye en su texto los principios de liberalismo, tuvo enfrente al absolutismo, que consiguió por dos veces su derogación. La de 1837, rectificación y recorte de la anterior, la de 1869 (radicalmente burguesa) y la de 1931 (notoriamente sectaria), las podemos catalogar entre las progresistas. La de 1845 (estrictamente conservadora) y la de 1876 (también conservadora, pero con ánimo integrador) son obra del moderantismo español.
Cada vaivén político se llevaba por delante no sólo el partido gobernante sino también con frecuencia la Constitución vigente. Adviértase el movimiento pendular de nuestro constitucionalismo histórico que pasaba de un texto progresista, al siguiente conservador o viceversa.
La actual Constitución es el resultado de la cesión de unos y otros, y, en consecuencia, como hemos dicho, fruto del pacto. Pero también lo fue del borrón y cuenta nueva. La ley de amnistía política, valorada positivamente por los partidos de derecha e izquierda, parecía enterrar definitivamente, y dejar sólo al estudio de los historiadores, un período de nuestra historia en el que, a una República sectaria y convulsa, siguió una espantosa guerra civil y un largo régimen autoritario.
La actual Constitución de 1978 goza ya de una vigencia de treinta y dos años. Sólo la de 1876 fue de una duración ligeramente superior, pero en modo alguno comparable a la primera ni en limpieza electoral ni en el reconocimiento de los derechos de los ciudadanos. Nuestra Constitución ha funcionado aceptablemente durante más de tres decenios y ha acreditado su valor como marco de convivencia. Dentro de su texto y espíritu puede gobernar cualquier partido político democrático. Así, tras los gobiernos del conglomerado ideológico de la UCD y el sobresalto del 23 de febrero de 1981, el pueblo español llevó al poder al partido socialista al año siguiente y lo mantuvo en él hasta 1996. El acceso al gobierno del PSOE debía interpretarse como el fin de la Transición política iniciada en 1975 y del rodaje con éxito del texto constitucional. En 1996 el partido conservador del PP sucedió al PSOE durante dos legislaturas, volviendo éste al gobierno en 2004.
No hay obra humana eterna y menos las instituciones políticas, pero su cambio o sustitución sólo deben dictarlo la necesidad o la conveniencia; y hoy por hoy no vemos por ningún lado que sea conveniente ni necesario introducir ningún cambio. De ahí la política absurda del actual gobierno que parece embarcada en un proyecto de una nueva Transición, queriendo negar validez a la realizada y conectar con la legitimidad republicana de 1931. Para colmo, padecemos unos partidos políticos nacionalistas situados en una continua transición, para los que cualquier concesión o traspaso de competencias es un peldaño más para alcanzar la independencia.
Las cesiones a los nacionalismos del actual presidente del gobierno se deben a la necesidad de contar con la mayoría suficiente para sacar adelante ciertas leyes en las Cortes, pero Rodríguez Zapatero parece tener cierta afinidad ideológica con las posturas nacionalistas. No se puede aceptar y bendecir, y menos de antemano, todo lo que apruebe un parlamento regional; y si se hace, como ocurrió con el Estatuto catalán, se nos presenta un grave problema, que la reciente sentencia del TC no ha resuelto. Los partidos nacionalistas catalanes y el propio gobierno del tripartito, al frente del cual se halla el socialista Montilla, en vez de celebrar los indudables avances hacia la disgregación de España que el Estatuto representa, se han levantado en manifestación contra la sentencia del TC, porque recorta el Estatuto. Además, colocan la voluntad de un inexistente políticamente pueblo catalán por encima de la decisión de un órgano fundamental del Estado.
No, no puedo ser optimista: el pacto fundacional de nuestra convivencia se resquebraja.