Álvaro Lázaro. Personal docente e investigador en formación (FPU). Universitat de València
«Hace unas semanas se aprobó la ley trans, gracias a la cual toda persona que lo desee podrá autodeterminar su identidad con solo un aval judicial entre los 12 y 14 años; con consentimiento de los padres o representantes legales entre los 14 y los 16 años; y libre a partir de los 16. Una ley que es el fiel reflejo de la capacidad del ser humano, a través de su voluntad, para decidir quién es, para autodeterminarse. Un ser humano que es libre, pero también responsable. Una responsabilidad que conduce a adentrarse en el sentido de la existencia. Una existencia que comienza por la identidad. La pregunta es muy pertinente, ¿qué es la identidad, una creación humana o un descubrimiento creativo?
La verdadera identidad es aquello que nos hace ser, que va más allá de las apariencias tiránicas de la moda, que lleva a esa unicidad e irrepetibilidad de cada ser humano, que impulsa a llevar a cabo una misión extraordinaria, que ensancha la existencia a horizontes nunca vistos, que da vida.
Una vida cuyos sucesos más importantes no son decididos por uno mismo. La verdad es que se entra en este mundo sin ser preguntado si se quiere o no. Tampoco se decide el nombre ni el lugar en el que se nace, ni se da la oportunidad de elegir cuán alto se es o cuál es el color de los ojos, pelo o piel. Ni tan siquiera se decide aquellas personas que le rodean a uno, incluyendo padres, amigos y vecinos, ya que ellos vienen al encuentro. Ya decía Chesterton en Ortodoxia que “[u]n hombre pertenece a este mundo antes de que empiece a preguntarse si es bello pertenecer a este. Él tiene lealtad mucho antes de que tenga admiración”.
Una admiración que toca el alma cuando se descubre que dentro del ser humano hay un increíble y misterioso mundo interior. Un mundo interior forjador de identidad. Un mundo interior que ha sido recibido, no creado. Un mundo interior que nunca podría haber sido imaginado. Un mundo interior que es un regalo. Un mundo interior que refleja una gran liberalidad. Se puede ser tan extrovertido que se odie estar solo, o tan introvertido que se odie estar con otras personas. Se puede ser tan abierto que no haya tiempo para mantenerse en contacto con cada amistad que se tenga y se necesite reducir las horas de sueño, o tan tímido que no se pueda parar de sudar cuando se conoce a gente nueva. Se puede ser tan optimista que los problemas sean algo que hayan cesado de existir, o tan pesimista que vivir resulte ya de por sí una cruel carga. Se puede amar el fútbol y odiar el tenis, o estar interesado en aprender idiomas y luchar para la destrucción de las matemáticas.
Al igual que las matemáticas, hay una exactitud intrínseca a la naturaleza humana que no puede ser decidida. Se necesita dormir un tiempo determinado, no se puede decidir empezar a no dormir o dormir cuatro horas cada día para el resto de la vida. Tampoco se puede dormir veinte horas sin que el cuerpo avise de que algo no va bien. No se puede dejar de beber y de comer, el cuerpo necesita absorber determinados nutrientes para sobrevivir. No se puede tampoco ingerir esta comida o bebida por encima de las necesidades fisiológicas sin acarrear una serie de problemas de salud. Se necesita también tener relaciones sociales; se puede vivir durante algún tiempo sin socializar con nadie, pero llegará un momento en el que se tendrá que elegir entre dos opciones, socializar o volverse loco.
Una locura que, gracias al vertiginoso progreso material, ha ayudado a difuminar los límites de la naturaleza humana en pos de una voluntad huérfana de cualquier certeza. Una certeza que no cambia a lo largo del tiempo, ya que el corazón humano siempre es el mismo. Junto a descubrimientos que han permitido tener un mejor nivel de vida como la máquina de vapor, la electricidad, el coche, el teléfono móvil y la producción en masa, lo rural (donde la mayor parte de las cosas provienen de la naturaleza) ha dejado paso a lo urbano (donde casi todo es un subproducto humano). Este cambio ha ayudado a pensar que el mundo puede ser una creación humana (incluyendo a los humanos) más que un descubrimiento creativo cuya acción transforma la realidad, que la identidad puede ser arbitrariamente elegida no por una escucha reflexiva, sino por unos intereses humanos anclados en la utilidad y desvinculados de cualquier bien, verdad o belleza.
Esta desconexión de la naturaleza, de la propia identidad, hace olvidar que la naturaleza (humana) tiene sus límites, sus fronteras, que no se sostiene en sí misma y que no se puede manipular como uno quiera sin evitar su destrucción. Todo tiene su manual, si se ignora o se rechaza, el destino es el abismo.
Un abismo que encuentra su salvación en la paradoja. Una paradoja que es capaz de explicarlo todo. Un todo que alberga una existencia llena de misterios. Unos misterios que se anclan en la niñez. Una niñez que hace despertar. Un despertar que lleva a pararse. Un pararse que conduce a escuchar. Una escucha que permite ver. Un ver que trasciende. Una trascendencia que se abre al porvenir. Un porvenir que conduce al ser. Un ser que reconoce su identidad. Una identidad que respira belleza. Una belleza que apunta a la verdad. Una verdad que eleva por encima de cualquier montaña. Una montaña que contempla cómo la mayor debilidad se ha convertido en la mayor fortaleza.»