Artículo publicado en el diario Las Provincias del domingo 18 de diciembre del 2016 por Juan Alfredo Obarrio Moreno, Profesor titular de Derecho romano de la Universidad de Valencia.
«Los grandes escritores lo son porque sus textos permanecen vivos en nuestra memoria colectiva. Dickens no es una excepción. En su novela Historia de dos ciudades podemos hallar esta serena y certera reflexión: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”. Cuando reposamos su lectura, nos preguntamos en qué época fue escrita. Y la congoja se apodera de nosotros, porque parece que esté hablando al hombre del siglo XXI. Parece que nos está recordando las miserias de nuestra civilización, y lo que es aún peor: da la impresión de que está diseccionando el panorama político que, por desgracia, nos toca vivir, que nos toca sufrir.
Quienes éramos unos adolescentes cuando entró la democracia, creímos ciegamente que se abría una nueva etapa de concordia y de progreso. Y más allá de las lógicas decepciones que la política nos aporta, así fue durante un largo y prolongado período de tiempo. Y lo fue porque existió un consenso generalizado en respetar y tolerar al adversario político. Sin duda, fue “el mejor de los tiempos”. Y lo fue porque los partidos aprendieron a confrontar programas e ideas, a olvidar un pasado cainita y turbulento, y a comprender que sin la concordia y el respeto nada se podía construir en este país. Quizá el ejemplo más clarividente lo escenificó el PCE, cuando, en su primera aparición pública, tuvo la valentía y el sentido histórico de colocar, a ambos lados de la mesa presidencial, su bandera, la comunista, con la bandera de todos los españoles. Eran otros tiempos. Tiempos de consenso y de fluido diálogo. Tiempos para una España sin ira.
Pero, lamentablemente, ese tiempo pasó. Y sin que apenas nos diéramos cuenta, hace aproximadamente una década se instaló “el invierno de la desesperación”, el invierno del “cordón sanitario”, de la exclusión miserable y revanchista, un “cordón sanitario”, como lo llamara Federico Lupi, que no es sólo un obsceno ataque al resultado de una votación democrática, es “la criminalización” política del adversario, de un político o de un partido que ya no es un contrincante, sino, como diría Sartre, un enemigo al que hay que arrinconar o aislar, como si fuera un apestado al que nadie ha votado. Y así surgieron pactos como el del Tinell, donde todos, independentistas y constitucionalistas –o al menos eso dicen–, se aliaron para excluir al Partido Popular. ¡Qué lejos quedaba la época en que nadie repudiaba a los partidos minoritarios! De ahí pactos como los de la Moncloa, de ahí la Constitución que tenemos.
Y con ese “cordón sanitario” se inició ese insano macarthismo que ha hecho que “este país esté enfermo de odio”, como acaba de escribir el maestro Raúl del Pozo, de un odio que no permite la tolerancia, ni la discrepancia, porque quien no piensa según se establece en los rígidos cánones del populismo, o es un facha o es un progre descastado. El ejemplo más clarividente lo hemos visto hace apenas unas semanas. Ocurrió el día en el que Mariano Rajoy fue elegido Presidente del Gobierno. A esa misma hora, cuando en el Hemiciclo se estaba procediendo a la votación, los “demócratas de siempre”, los que jamás respetarán la voluntad popular, salvo que sea la suya, ¡claro!, gritaban y vociferaban consignas contra los partidos políticos, llegando a mostrar pancartas tan absurdas como falsas –“Ante el Golpe de la mafia, democracia”–. No pongo en duda que sobre la mafia podrían dar lecciones a más de uno, pero no de democracia. La prueba de su intolerancia fueron los numerosos insultos, vejaciones y agresiones que tuvieron que soportar los estoicos políticos de Ciudadanos, que, no olvidemos, son representantes legítimos de la voluntad popular, esa misma que estos demócratas de bolsillo dicen que vienen a defender. Pero lo que me preocupa no es que estos nuevos salva-patrias lo hagan, sino que un partido que se supone que es democrático, como Podemos, salga y aplauda a los agresores. De nuevo las víctimas son los culpables. De nuevo la intolerancia se apodera de la política. De nuevo la miseria humana se adueña de la escena pública, y un minuto de silencio por un fallecimiento de una senadora se convierte “en un homenaje político” y no en un acto de condolencia o de respeto. De nuevo las víctimas de una agresión vil y vergonzosa como la de Alsasua tienen que ver cómo Monedero y sus adláteres se manifiestan con quienes apoyan a sus agresores. Y los medios que los apoyan, de nuevo, se ponen de perfil. ¡Allá ellos!
Ante esta deriva, no es de extrañar que Alfonso Guerra haya dicho que es hora de que “el PSOE ponga fin al odio a la derecha”. Si nos paramos a pensar, la afirmación nos debería helar el corazón. El que fuera “Vicetodo” reconoce públicamente que en buena parte de la izquierda, incluido su partido, está instalado el odio a la derecha. El odio, sí, no la lógica y sana confrontación, sino el odio, ese odio que todo lo envenena y lo envilece. Y lo reconoce él, que sabe mejor que nadie de lo que habla, porque él también lo propició.
Si queremos revertir esa situación, si queremos de verdad volver a un tiempo de consenso y de política con mayúsculas, debemos perder el miedo a denunciar ese fanatismo que se va extendiendo, poco a poco, como una lacra, con sus falsas mentiras y sus demagogas propuestas, entre buena parte de una sociedad encarnecida por una política corrupta y carente de valores y principios. Una política que ha propiciado esta marea de populismo y de totalitarismo, que no sólo ha venido para destruir el mundo y sus valores, sino para vaciar al hombre y sojuzgar su conciencia.
A esta tarea estamos llamados todos; pero, sobre todo, la sociedad civil. Esa sociedad que poco espera de nuestros políticos, pero que sabe que las recetas mágicas de quienes no respetan ni la memoria ni la voluntad mayoritaria nos conducirían a un precipicio sin salida, ya se llame Venezuela o Cuba. Países que algunos adoran y asesoran. Países en los que la libertad, como la dignidad, hace mucho tiempo que dejaron de existir. Quizá, por eso, les guste tanto. Quizá, por eso, les tema tanto».