Artículo publicado en el diario Las Provincias del domingo 11 de septiembre del 2016 por Javier Plaza Penadés, Catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Valencia.
«La famosa Ley franquista de Prensa e Imprenta de 1966 del entonces Ministro Fraga Iribarne, que terminaba con la censura previa como regla general, está todavía vigente en España (aunque esto no interese ni a los de la “memoria histórica”), y ello es así porque esta situación jurídica de “paraíso legal” para la prensa, junto con la vigente doctrina del Tribunal Constitucional en materia de libertad de expresión e información, posibilitan que España sea un país donde publicar en prensa una información que luego se evidencia lesiva para el honor y prestigio profesional de las personas públicas (especialmente los políticos) difícilmente genera responsabilidad civil o penal a los medios, aun cuando pueda terminar injustamente con la carrera política y condicionar la carrera profesional de una persona honrada.
A ello se une la amplia “licencia para imputar”, especialmente a políticos, de la que gozan jueces y tribunales, que amparados en su función jurisdiccional difícilmente les genera responsabilidad, ni aun cuando se filtren hechos que estén bajo secreto de sumario o aun cuando se difundan conversaciones íntimas que nada tienen que ver con los hechos investigados (pero que dejan en mal lugar a los investigados/imputados). Es verdad que nuestro sistema judicial, tremendamente garantista a piori, establece que el juez que investiga solo se deber limitar a instruir, ya que es otro juez o tribunal, no contaminado o afectado por la instrucción, el que debe juzgar, pero también es verdad que ese sistema quiebra cuando el único veredicto que vale es el que emite la sociedad (auténtico jurado popular patrio) con la cruel “pena de telediario” tras el debido juicio sumarísimo, basado en informaciones periodísticas cuya base probatoria tiene en muchas ocasiones nula o escasa garantía procesal o legal.
Por tanto, se puede concluir que la imputación/investigación judicial divulgada en prensa es como una enfermedad incurable para el político; más vale que no le afecte, ya que ese virus desarrolla una patología social: “imputado igual a condenado”, aun cuando ello suponga una clamorosa vulneración del derecho fundamental de toda persona (incluido el político) a la presunción de inocencia.
Pero lo más sorprendente es que a fecha de hoy, y con esta realidad, los partidos políticos no tienen normas ni protocolos serios de cómo actuar a priori ante los mismos o ante diferentes casos de corrupción, lo que genera dos tipos de injusticias más: que todos los casos de corrupción son tratados por igual con independencia de los hechos y tipología, y que los mismos casos son tratados de forma diferente: en unos se expulsa o aparta del partido al político afectado y en otros no; según convenga al “interés superior del partido” (que no es otro que el de las personas que lo dirigen de iure o de facto).
Todo este relato (o cascada de injusticias concatenadas) tiene un hilo conductor y una ratio: “Las cosas nunca pasan por casualidad” y menos en política. O dicho con otras palabras, las informaciones exclusivas rara vez aparecen en los medios de comunicación por una labor de investigación propia del medio. Alguien ha hecho de “garanta profunda” y las ha filtrado a los medios, y ese “alguien”, en el 99 por ciento de las ocasiones, es un “compañero de partido”.
Permítanme que traiga ahora a colación las citas de Winston Churchill, cuando dijo “Nuestros adversarios están enfrente (refiriéndose a donde se sientan en el parlamento inglés los miembros de otros partidos), nuestros enemigos atrás (refiriéndose a los miembros de su propio partido)”. O el mismo Giulio Andreotti, que sostenía que hay una escala de personas que va desde el muy amigo hasta el muy enemigo, así: “Hay amigos íntimos, simples amigos, conocidos, adversarios, simples enemigos, enemigos acérrimos y… compañeros de partido” (cita que en parecidos término se atribuye a Konrad Adenauer).
Por tanto, el 99 por ciento de los casos de corrupción salen y/o se documentan del mismo partido. El enemigo está en casa y se llama “compañero de partido”, y además el statu quo quiere, por su propia naturaleza, que todo siga igual, especialmente por los que tienen el poder en la sombra, ya que si dominas la prensa y tienen la información para “imputar” y no ser “imputado”, ya puedes practicar impunemente lo que podemos llamar “imputicidio”, esto es, eliminar a un “compañero de partido” promoviendo imputaciones que ya se juzgarán en su día y donde da igual la inocencia del afectado, porque el “imputicidio” no persigue la condena judicial del corrupto sino la eliminación de la vida política del “compañero de partido”.
Dicho esto, y con la sensación que compartirán conmigo de estar descubriendo el Mediterráneo, lo peor es que la única vía efectiva de regeneración política en España ha sido ésta, pues la naturaleza del político español es hacer de la política una profesión y no una vocación, aferrándose al cargo como al “barco de Chanquete”. Aun así, no estaría de más de que los partidos políticos tuviesen una suerte de “protocolo de actuación”, sometido al control de transparencia, relativo a cómo actuar ex ante y ex post en los casos de corrupción, protocolo que serviría para dar seguridad jurídica a los propios integrantes de los distintos partidos políticos, para volver a recuperar la confianza de la ciudadanía, que está muy deteriorada por el exceso de hipotéticos casos de corrupción, e incluso para prevenir posibles responsabilidades, incluso penales, del propio partido, ya que este documento, en la medida que tuviese actuaciones preventivas serias y acciones de seguimiento para garantizar su complimiento, podría cumplir la función de “compliance”.
Termino ya recordando, aunque suponga darme contra el muro de las lamentaciones, que la Constitución Española dice que toda persona (y el político lo es) será tenida por “inocente hasta que se demuestre lo contario”. Y, por tanto, la Constitución no dice que “una persona por el hecho de ser investigada sea culpable aunque luego se demuestre su inocencia.” Pero si el “imputicidio” forma parte del ADN de algunos políticos y de la política española, y si los partidos no tienen interés en tener su propio compliance en materia de delitos relativos a la corrupción, solo hay un camino: que el político deje de serlo. ¿Cómo? Como ya indicó Winston Churchill: el político deja de serlo cuando se convierte en estadista, esto es, cuando empieza a pensar y actuar por el futuro de su pueblo y no cuando piensa y actúa únicamente movido por el fin de ganar las próximas elecciones. En ese sentido concluyo afirmando “sobran políticos y faltan estadistas”.