Articulo de opinión publicado en el diario Las Provincias del domingo 17 de diciembre de 2017 por Aniceto Masferrer, Catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Valencia.
«Nuestra sociedad da por bueno que alguien decida cortar con quien sea y con lo que sea si así lo ve oportuno, máxime cuando una persona o una institución haya podido herir sus sentimientos, mermado sus intereses, o dejado de satisfacer sus deseos. “¿Qué sentido tendría aguantar o soportar tal contrariedad, pesar o vejación?”, se pregunta uno. Y el resto de la sociedad no sólo respeta esa actitud sino entiende que no cabe inmiscuirse en cuestiones que no son de su incumbencia. “Que cada palo aguante su vela”, pensarían otros. “Cada uno es cada uno, y debe hacer lo que entiende que es mejor para él”, dirían muchos.
Sería ingenuo pensar que estas expresiones coloquiales hunden sus raíces en la cultura popular. Nada más lejos de la realidad. Su origen se encuentra en el pensamiento filosófico moderno. John Stuart Mill, en su obra ‘Sobre la libertad’ (1859), ya conectaba la felicidad con la libertad, y entendía ésta como la posibilidad de perseguir nuestro propio bien a nuestra manera, siempre y cuando –añadía– no privemos a otras personas de la suya, ni bloqueemos los esfuerzos por obtenerla. También Kant defendió una noción de libertad entendida como autonomía de la voluntad, si bien añadía que no todas las opciones debían ser consideradas como buenas por el simple hecho de haber sido objeto de libre elección por la propia voluntad; se requería, según él, ‘buena voluntad’. Para ello, el sujeto debía preguntarse, antes de actuar, si la acción que se planteaba llevar a cabo podía universalizarse, es decir, si sería beneficioso para la sociedad que muchas otras personas siguieran el curso de su acción. Si la universalización de esa acción resultaba nociva para la sociedad, en ese caso no convenía llevar a cabo tal acto.
Es cierto que Mill y Kant jamás defendieron una noción de libertad absoluta, como tampoco admitirían que la felicidad consista en una libertad guiada por los sentimientos y puesta al servicio de la mera satisfacción de los propios deseos. Pero las ideas, una vez concebidas y comunicadas, cobran vida propia y tienden a llegar mucho más lejos de lo que su propio autor podía incluso llegar a imaginar. No digamos ya si esas ideas pasan por otros autores (Nietzsche –con su ‘voluntad de poder’–, o Freud –con su gratificación de los deseos y pulsiones sexuales–), llevando así a sus últimas consecuencias algunos aspectos de postulados anteriores. Esto explica la mentalidad y la cultura de nuestro tiempo. Poca gente está dispuesta a hacer algo que no siente, a soportar algo que le molesta, a convivir con alguien que le resulta cansino o le fastidia, a sufrir con paciencia la adversidad. Y entre quienes son capaces de hacerlo, a no pocos les mueve el cálculo, el interés, la avaricia, la ambición o el afán de poder. Esto explica la falta de cohesión social de nuestro país, así como la progresiva pérdida de un sentido auténtico de solidaridad (que vaya más allá de una respuesta a un sentimiento pasajero y fugaz). Cada uno quiere comportarse según le dicten los propios deseos y llevamos mal que alguien o algo se atreva a constreñir nuestra libertad.
Resulta sorprendente que en el marco de una ‘sociedad desvinculada’, marcada por la cultura relativista e insolidaria que acabamos de describir someramente, algunos defiendan la unidad territorial o, si se prefiere, la unidad de España, como se hiciera en 1812 al discutir el artículo 3 de la Constitución de Cádiz, relativo a la soberanía nacional. Desde luego, entiendo mejor como lo hicieron antaño que como lo hacen hoy algunos, al tratarlo como si fuera el principio fundamental de una sociedad, de un país, de una nación. ¿No resulta un tanto anacrónico pretender impedir que una parte del país se independice recurriendo a unos preceptos de la Constitución vigente, cuando ésta ha sido reinterpretada –o, incluso, traicionada– en otros preceptos, precisamente para permitir que los ciudadanos satisfagan sus deseos en otros ámbitos tan o más importantes como el de la cuestión territorial? No se me malinterprete. No estoy defendiendo el ‘procés’. Lo que defiendo es que la unidad no puede ser abordada de un modo dogmático, con argumentos de autoridad (por muy legales o constitucionales que sean). Resulta penoso constatar cómo la clase política pretende resolver esta cuestión sin prestar atención a los problemas de fondo y sin poner remedio a sus raíces, esto es, a la corrupción e injusticias causantes de la creciente falta de solidaridad y cohesión social de nuestro país. Hay políticos a quienes parece importarles más la cuestión territorial que la situación de desigualdad, pobreza, desprotección y riesgo de exclusión social en la que viven muchas personas, en particular niños, jóvenes, mujeres y ancianos. Tampoco parece importarles que el Estado del bienestar lo sigamos teniendo y disfrutando a costa de gravar e hipotecar a las generaciones venideras, por no hablar de las mujeres que hubieran querido ser madres si hubieran recibido el apoyo necesario, o de las vidas humanas que no vieron la luz porque son vistas más como rémora para la felicidad presente que como tesoro de valor incalculable y esperanza de nuestro futuro.
El Derecho no puede ponerse al servicio de un poder político auto-referencial que no persiga el bien común de la sociedad. De lo contrario, el Derecho deja de ser Derecho y se convierte en instrumento que propicia la falta de respeto, la injusticia y la insolidaridad. A mi juicio, resulta incongruente que la clase política se aferre a un supuesto ‘Estado de Derecho’ cuando no existe una justicia intersubjetiva (más que social), una igualdad y un sometimiento del poder político al Derecho. El Estado de Derecho no es compatible con las tesis de Nicolás Maquiavelo (siglo XVI) o de John Austin (siglo XIX). Aquél fue el primero en disociar el ejercicio del poder político de la moral, la justicia y el Derecho. Según Maquiavelo, lo primero era lograr la unidad y el orden, y ello a cualquier precio: lo político pasa por encima de todo, y la consecución de tal fin justifica todos los medios. De ahí su estima por Rómulo, quien logró fundar Roma tras asesinar a su hermano. Según él, ese asesinato encontraba sobrada justificación en la ‘grandeza’ del fin perseguido. Para John Austin, el Derecho no es otra cosa que un mandato del Estado, una criatura en manos del poder político, que puede servirse de la fuerza coactiva del Derecho a su antojo porque toda ley es expresión de la voluntad general, como afirmara Rousseau.
La defensa de la unidad de España por parte de algunos políticos es errática y dogmática al pretender basarla fundamentalmente –o exclusivamente– en la fuerza coactiva del Derecho, y no en dos realidades previas, el sustrato cultural y la cohesión social, cuyas carencias vienen ya de lejos. No digo que no haya que defender la unidad, pero no con esas formas, con ese enfoque, con esa incoherencia y con esa superficialidad. Quizá es pedir peras al olmo, porque la mezquindad y estrechez de miras de la clase política son notables. La situación del país y el tratamiento de esta cuestión de Estado me apenan. Estaría completamente dispuesto a contribuir a su análisis sosegado y sereno, si se me requiriera para ello y hubiera voluntad real de encontrar una solución certera y duradera. Pero desgraciadamente no la percibo».