POR UN LIBERALISMO ANTI CAPITALISTA

Artículo de opinión publicado el 26 de abril de 2020 en el diario Las Provincias por Jesús Ballesteros, Catedrático Emérito de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universitat de València. 

Lo culturalmente dominante en nuestro tiempo es considerar nefasto al liberalismo, mientras al capitalismo, confundiéndolo con la economía de mercado, como el único camino posible. Lo sensato, en mi opinión, es justamente lo contrario. En ello coincido con autores recientes como los franceses Michel Guenaire, autor de Los dos liberalismos, y Valerie Charolles, autora de El liberalismo contra el capitalismo. La razón de este error generalizado tiene que ver con la falta de diferenciación entre los distintos tipos de liberalismo.

En efecto, el liberalismo político es indispensable para defender el Estado de derecho y los derechos humanos, la independencia del poder judicial. Por ello resulta urgente hoy protegerlo frente al avance del populismo, es decir, de la pretendida e imposible democracia iliberal. Me temo que este populismo, cuyo avance han analizado Ivan Krastev y Stephen Holmes con inteligencia e inquietud en su libro La luz que se apaga. Como Occidente ganó la guerra fría pero perdió la paz, se va a incrementar en el futuro ante el éxito de China contra al coronavirus, alegando la eficiencia de su vigilancia permanente del comportamiento de las personas.

El origen del liberalismo político, como han destacado autores como Tocqueville, Jaspers o Arendt, se encuentra en la antropología cristiana que universaliza   la conciencia del error y del horror (J.B. Vico), y comienza por desconfiar de sí mismo y del nosotros al que pertenecemos, con lo que evita el fácil y peligroso recurso al chivo expiatorio, al proyectar las culpas en los otros, especialmente hoy los pobres y los migrantes.

El liberalismo cultural, por el contrario, se apoya en la primacía de la autonomía sobre la dignidad y por tanto tiende a considerar lícito todo lo que es objeto de deseo. Hoy la doctrina queer es la mejor manifestación de este detritus, que acaba con la diferencia mujer y varón, y por tanto con las conquistas del feminismo clásico, como ha recordado muy bien Lydia Falcón, ya que reduce todo a deseo de los ‘dividuos’, es decir, de los individuos fragmentados y discontinuos. Confiemos en que la crisis actual nos impida olvidarnos de la vulnerabilidad como condición esencial de la vida humana y por tanto de la prioridad de la solidaridad.

El liberalismo económico es muy variado. Hay un liberalismo que responde a la economía de mercado y que trata de evitar toda dominación mediante el control del derecho. De ello serían ejemplo los ordoliberales al considerar necesarias para una economía de mercado virtudes como la lealtad, la sobriedad, la equidad o la solidaridad, que serían imposibles en una sociedad capitalista o comunista. Los ordoliberales erraban sin embargo en creer que debía corregirse solo el déficit y no el superavit, planteamiento que al ser defendido en estos momentos por Holanda o Alemania resulta nefasto para el futuro de la Unión Europea. En este punto resultan más lúcidos los análisis de los economistas igualmente liberales y no capitalistas como J.M. Keynes y F. Schumacher que propugnaban la corrección de déficit y superávit y que siendo más fácil corregir el segundo que el primero, los países con superávit debían ayudar a los países con déficit, comprando sus productos. Esta fórmula volvería sostenible la Unión Europea. Tanto el orodoliberalismo como el liberalismo de Keynes o Schumacher nada tiene que ver con el libertarismo claramente capitalista de Murrary Rothbard o Milton Friedmann, partidarios de la total desregulación de la economía y de las costumbres, y por ello favorables a la permisividad con lo que ellos llamaban “delitos sin víctimas” como la pornografía y la prostitución, lo que conduce a la indefensión de los más débiles.

Lo que deberíamos aprender de China en esta crisis es a valorar la primacía de la producción sobre la especulación, con el control de los capitales golondrina, pero en ningún caso la vigilancia permanente que niega los derechos humanos, especialmente la protección de la privacidad, que es el núcleo de la persona.