Por Aniceto Masferrer. Catedrático de Historia del Derecho (Univ. Valencia). A.C. de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
«La ética pública es una realidad, se quiera o no. Es, en definitiva, ese conjunto de creencias y valores mayoritariamente asumidos por una sociedad, por cada sociedad, que tiene sus elementos diferenciales en función del contexto geográfico y que suele cambiar y evolucionar con el paso del tiempo.
Los valores que sustentan la sociedad de un país –como la española, por ejemplo– en un momento histórico –como la transición, por ejemplo-, pueden tener poco que ver con los valores que sustentan esa misma sociedad tiempo después. Alfonso Guerra era bien consciente de esto cuando, tras ganar las elecciones el PSOE, el 28 de octubre de 1982, afirmó que “Vamos a poner a España que no la va a reconocer ni la madre que la parió”. No sé hasta qué punto cabría aceptar que así fue, cuando el mencionado partido dejó de gobernar en 1996, pero es innegable que los valores sobre los que se fundamentaba la sociedad española de 1982 tienen poco que ver con los de cuatro décadas después. Podrá gustar más o menos, pero ni la sociedad actual es la misma ni se rige por esa misma ética pública.
Una sociedad no puede dejar de fundamentarse en una serie de principios y valores mayoritariamente asumidos por sus ciudadanos. Es la común aceptación de esos principios y valores (la ética pública) lo que construye sociedades estables, por más que algunos puedan afirmar lo contrario, o se autoproclamen liberales y se presenten como supuestamente neutrales respecto a cualquier valor o principio ético. Ser liberal no implica carecer de ética, sino que comporta asumir un determinado tipo de ética. Existe un tipo de liberal que tiende a presentarse como tolerante y presume de respetar todas las posiciones, pero a quienes no comparten su postura los acusa de intolerantes y de pretender imponer su ética al resto de la sociedad. Se trata de un conocido recurso demagógico que, no obstante, deja a muchos sin saber qué decir o cómo replicar. Esta postura es la adoptada por la corriente norteamericana denominada libertaria (‘Libertarianism’), cuyos partidarios se permiten criticar –e incluso descalificar– a quienes sostienen que la sociedad necesita de reglas éticas algo más exigentes que garanticen unos mínimos de justicia indispensables para lograr una convivencia estable y pacífica.
Para los libertarios, la libertad es el principio ético fundamental, de suerte que invocar una exigencia ética para reducir la capacidad de elección y decisión de la persona en cualquier ámbito se interpreta como una ilegítima intromisión o injerencia que resulta inadmisible. Entienden los libertarios que nadie puede verse coartado o limitado en sus decisiones por ningún tipo de imperativo ético que pretenda imponerse a la propia voluntad. Para esta concepción, tan inadmisible sería obligar a alguien a terminar con su vida como impedir que alguien pueda tomar esa decisión, si es lo que desea. Tan inaceptable sería obligar a una mujer a abortar como prohibírselo si es lo que desea. Tan inaceptable sería obligar a alguien a prostituirse como impedir que lo haga si es lo que quiere. Tan inaceptable sería obligar a alguien a probar las drogas como prohibírselo si esa fuera su voluntad, etc. Y lo mismo cabría decir con respecto a muchos otros ámbitos como la economía (capitalismo, comunismo, liberalismo, neoliberalismo, proteccionismo, etc.) o la sexualidad (bigamia, pedofilia, poligamia/poliandria, poliamor, incesto, etc.), entre otros.
En el otro extremo está la corriente denominada perfeccionista (‘Perfectionism’), que sostiene unos estándares de ética pública más rigurosos. Sus partidarios entienden que es la virtud la que debe garantizar la justicia y la paz social, y que el clima de la comunidad política debería favorecer la conducta virtuosa de sus individuos. En pocas palabras, afirman que la sociedad debería contribuir a conformar ciudadanos de conducta ejemplar, propiciando así un impacto positivo en el conjunto de la sociedad. Conforme a esta perspectiva, el principio ético fundamental no sería tanto el de la libertad de elección propugnado por el ‘libertarianism’–, como el de la idea de bien, la promoción de una conducta virtuosa, una idea de lo bueno compartida por el conjunto de la sociedad. Desde esta óptica, para afrontar las cuestiones complejas (eutanasia, aborto, droga, prostitución, incesto, poligamia, etc.), lo relevante no sería “dejar que cada uno haga lo que quiera” –porque la comunidad política no debe obligar ni prohibir (libertarios)–, sino llegar a establecer “qué es lo bueno para el individuo y para el conjunto de la sociedad”, doctrina que hunde sus raíces en autores como Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino y Kant, entre otros.
Ambas corrientes, presentes de algún modo en todas las sociedades occidentales, son irreconciliables y pugnan por imponerse en la ética pública de cada comunidad política. Para conseguirlo necesitan introducir sus presupuestos en la educación, la cultura, los medios de comunicación, las redes sociales, el cine, la literatura, etc. Y el camino más rápido para lograrlo es introducirse en los programas de gobierno y recurrir al Derecho como herramienta de cambio. Con el Derecho, es muy fácil y rápido reformar la educación, lo cual permite moldear –a través de los currículos de los ciclos obligatorios– la mente de toda una generación en poco más de una década. Con el Derecho, se puede cambiar la historia y el lenguaje, aun a costa de atropellar su estatus científico con manipulaciones ideológicas o partidistas. Desde el poder se puede favorecer un determinado tipo de cultura (cine, arte, etc.) subvencionando cadenas televisivas y grupos mediáticos que la difundan e ignorando a otros; también se pueden rescatar a determinadas empresas y dejar que otras se hundan; etc.
Esto es bien sabido por todos, pero en ocasiones se olvida que las corrientes libertarias no son tan inocentes como predican, y recurren al Derecho para imponer sus principios, tanto o más que las perfeccionistas, pese a presentar sus medidas o reformas legales como éticamente asépticas. En ese sentido, promover una ley que prohíba la eutanasia, optando por fomentar la medicina paliativa y el cuidado de los enfermos terminales para que prefieran vivir a morir, debería considerarse tan moral –o inmoral, según la posición de cada uno– como promover otra ley que apoye económicamente a quienes decidan terminar con su vida. Se puede discrepar con relación a qué sería lo correcto desde el punto de vista ético, pero no se puede afirmar que la primera de estas propuestas imponga una opción ética y la otra no. En ambas existe un trasfondo ético evidente e innegable, por mucho que la segunda no prohíba ni obligue y subvencione el deseo de morir de un individuo, mientras que la otra prohíba matar y financie una mejor atención a los enfermos facilitando su acceso a cuidados paliativos con la esperanza de lograr que prefieran seguir viviendo.
En mi caso, debo reconocer que, precisamente porque creo y amo la libertad, no me identifico con libertarios ni con perfeccionistas. No me identifico con los primeros, porque no me parece razonable sostener que la libertad, entendida como mera capacidad de elección, sea garantía de una vida y una sociedad verdaderamente humanas; de hecho, es evidente que hay decisiones que a uno le hacen mejor como persona (por ejemplo, procurar trabajar bien y con espíritu de servicio a los demás) y otras que le hacen peor (trabajar chapuceramente, por quedar bien o estafando a los demás). Tampoco me identifico con los segundos cuando el perfeccionismo se interpreta como la imposición de una concepción del bien de forma totalitaria e irrespetuosa con la persona, porque entiendo que debe ser cada uno quien se decida libremente por el bien, y que nunca debe adherirse a él “forzado” por un Gobierno paternalista o unas leyes que no permiten optar por lo contrario. Ni el Estado ni el Derecho pueden hacerme bueno: sólo yo puedo hacerme bueno cuando opto libremente por hacer lo que es bueno y lo hago por un motivo bueno (o recto). Por mucho que el Estado o el Derecho me obligaran a hacer el bien (en el caso de que así fuera), eso por sí mismo no me convertiría en una buena persona, porque faltaría la libertad. Sólo desde la libertad, no desde la imposición, puedo hacerme bueno haciendo el bien.»