Artículo de opinión publicado en el periódico Las Provincias el 10 de septiembre del 2017 por Carlos Flores Juberías. Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia
«Una de las características del populismo es la de halagar el oído –y a veces hasta otros instintos, mucho más bajos– del ciudadano diciéndole justo aquello que está deseando oír, con independencia de que ello vaya a ser verdad o mentira. Otra, la de proponer soluciones sencillas a los problemas más complejos, fórmulas casi milagrosas llamadas a hacer que éstos se evaporen al instante siguiente de su implementación. Y una tercera, la de inventar problemas ahí donde no los hay, polarizando sobre ellos la atención de la opinión pública, mientras otros –los reales– duermen en los cajones a la espera de ser afrontados. Y esas tres características confluyen, una tras otra, en la proposición de limitar los mandatos del Presidente del Gobierno que esta misma semana acaba de formalizar Ciudadanos, pero que a nivel autonómico rige ya en Castilla-La Mancha, Extremadura y Murcia, y que en este mismo año ha sido reclamada en Andalucía por el Partido Popular y en Madrid por Ciudadanos.
En un momento en el que la sensación de malestar frente a la clase política se ha generalizado ya entre amplias capas de nuestra sociedad y son cada vez más los ciudadanos que exigen la adopción de medidas drásticas encaminadas tanto a expulsar de la vida pública –y en especial de las instituciones– a los elementos corruptos de la clase política, como a evitar que escándalos similares se repitan en el futuro, la idea de impedir que los políticos se eternicen al frente de las instituciones cuenta con un evidente atractivo. Conecta con ese desencanto subyacente y esa indignación patentizada de tantos ciudadanos, y brinda la sensación de que, ahora sí, van a poder poner coto –al menos temporal– a los abusos de la clase política.
Lo que sucede es que la limitación de mandatos constituye apenas un vendaje superficial para una herida mucho más profunda. La idea de que limitar la duración del mandato de los Presidentes del Gobierno –o de los presidentes autonómicos–, contribuirá a sanar la vida política española ignora que la corrupción se halla muchísimo más extendida entre los segundos y terceros escalones del gobierno –véase sino la historia reciente de la Comunidad Valenciana– que entre sus máximos dirigentes, más en la administración autonómica que en la central, más en la local que en la autonómica, y más allí donde la administración y la empresa privada entran en contacto cotidiano que donde se adoptan las grandes decisiones de Estado.
Y además, en los términos en que viene siendo formulada, constituye una solución absurda para un problema inexistente. Y es que de los seis Presidentes del Gobierno que ha tenido nuestro país, sólo Felipe González permaneció en el poder durante más de dos legislaturas: Suárez no agotó su segundo mandato; Calvo-Sotelo ocupó el cargo menos de media legislatura; y tanto Aznar como Rodríguez Zapatero se conformaron con dos, cediendo el testigo a sus sucesores sin ni siquiera optar a un tercer mandato. De modo que aunque en el caso de Rajoy su futuro político sea todavía una incógnita lo cierto es que el balance de estos cuarenta y un años de democracia parece indicar que nuestro sistema político no es especialmente propicio para los mandatos prolongados. Aunque para supina paradoja, la que suscita el hecho de que, a nivel autonómico, la limitación de mandatos se haya impuesto en una comunidad –Extremadura: donde el intachable Rodríguez Ibarra gobernó durante un cuarto de siglo– en la que los mandatos prolongados no han generado corrupción; y en otra –Murcia: donde se han sucedido ya seis presidentes en treinta años– en la que la corrupción ha aflorado entre dirigentes inusitadamente pasajeros.
Pero en la eventualidad de que tachar a la limitación de mandatos de populista no fuera, a ojos de alguno, suficiente argumento como para enviarla directamente al cajón de los despropósitos, tocaría añadir que la idea es además inconstitucional, incompatible con nuestro sistema de gobierno, antidemocrática, inoperante e inoportuna.
Es inconstitucional porque carece de encaje en la minuciosa regulación que el artículo 99.1 de la Constitución hace del procedimiento para la selección del candidato a presidir el Gobierno, que en ningún momento contempla causas que inhabiliten para el acceso a la jefatura del Ejecutivo, ni limita la libertad del Rey para proponer, ni la de los grupos parlamentarios para sugerir eventuales candidatos. Cosa que obliga a concluir que el legislador ordinario no está habilitado para hacer lo que el constituyente no quiso permitir, sin previamente haberle enmendado a éste la plana.
Es incompatible con nuestro sistema de gobierno porque la limitación de mandatos es una institución propia de los modelos presidencialistas, en donde el Jefe del Estado recibe en efecto un mandato de duración determinada de manos del cuerpo electoral, que casa francamente mal con un modelo parlamentario en donde lo que el presidente del gobierno recibe no es sino un voto de confianza por parte de la cámara susceptible de ser retirado en cualquier momento, y expuesto al control permanente del legislativo.
Es antidemocrática porque, lejos de restarle poder a las elites políticas, a quien en verdad se lo arrebata es al Parlamento –y, por ende, a la ciudadanía–, al privarle de la capacidad para votar a un determinado candidato por el simple hecho de haberlo elevado ya con anterioridad a la máxima responsabilidad política, y sin que quepa tomar en consideración si su gestión fue o no positiva o si sus índices de popularidad son o no elevados.
Es inoperante, porque en los términos que se halla formulada resulta extremadamente sencilla de burlar: tanto como proceder a la disolución anticipada de las Cortes la víspera de cumplir los ocho años en el cargo, o la de colocar al frente del Gobierno a un Presidente de paja para poder acceder a un nuevo mandato mas tarde, o para seguir gobernando a la sombra. O la de reformar la ley por el mismo procedimiento con el que se haya aprobado cuando se disponga de la mayoría necesaria y sea conveniente hacerlo.
Y es, en última instancia, tremendamente inoportuna. Que en una semana tan decisiva para el futuro de España como nación, y también para el de nuestra tan trabajosamente ganada democracia, alguien haya considerado urgente plantear una cuestión tan peregrina dice poco acerca de su visión de Estado, y revela mucho acerca de sus propias ambiciones personales. Porque no lo olvidemos: la proposición de ley de limitación de los mandatos del Presidente del Gobierno –que curiosamente no se ha querido hacer extensiva a ministros, ni diputados, ni alcaldes– se parece a una ley de caso único como una gota de agua a otra: una norma jurídica que se pretende incorporar al ordenamiento jurídico de un país de cuarenta y seis millones de habitantes, pero que en su primera década de existencia no será de aplicación más que a un señor de Pontevedra. Que además resulta ser el más formidable adversario político de quienes la proponen y de quienes la aplauden.
No hay más alegaciones, Señoría.»