Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el domingo 25 de marzo de 2018 por Aniceto Masferrer, Catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Valencia.
«En mi último artículo sostenía que el proyecto nacional español se debió más a un acto de voluntad política y a una ley uniformadora –legitimada por expresar una supuesta voluntad general–, que a la existencia de un sustrato cultural común que uniera a todos los pueblos asentados dentro y fuera del territorio peninsular. Es más, la diversidad cultural fue vista, por buena una parte de los representantes gaditanos, como una amenaza al proyecto de la nación española. Esto explica por qué la voluntad del conjunto de los individuos, el principio de soberanía y la ley –desprovista ya casi de contenido sustantivo alguno–, constituyeron los pilares basilares del constructo nacional. Además, como el paso del tiempo no hizo más que confirmar la incapacidad de la clase política para articular un discurso cultural integrador del proyecto nacional, el discurso nacional siguió siendo marcadamente voluntarista a lo largo de todo el siglo XIX.
No es necesario recordar aquí cómo algunos aspectos que en algún momento se vieron como genuinos de la cultura o tradición española (la religión y la monarquía), fueron convirtiéndose en los más controvertidos, no reflejando muchas veces el común –o mayoritario– sentir de la población española. En este sentido, cabría decir que en el siglo XIX existían no sólo dos Españas, sino más bien tres: la dos de clase política, que fue escindiéndose en dos grandes bandos con escasa voluntad de diálogo y entendimiento (conservadores y progresistas), más la de una población que, bastante ajena a la clase política, apenas se sintió identificada con ella ni con sus postulados, y menos con los de la izquierda, aunque esto iría cambiando poco a poco desde finales de ese siglo. Sirva como botón de muestra la intervención del diputado León de Castillo, en las Cortes de 11 de agosto de 1873, al discutirse un proyecto de Constitución federal: “Me levanto a combatir en su faz más culminante, por lo que tiene de federal, ese proyecto de Constitución que se ha presentado, para que por él se rija la nación española. ¡La Nación española! Si ese proyecto llega a ser ley fundamental, no hay que hablar de la Nación española, y no hay para qué hablar de la Nación española porque habrá desaparecido, y habrá desaparecido dividida y deshonrada. Hoy mismo, bajo la influencia de la palabra federación, con los deseos que ha despertado, con las esperanzas que ha avivado, ¿se puede decir que esto sea una Nación?”.
A falta de un sustrato cultural común –que uniera los partidos políticos mayoritarios–, el proyecto nacional decimonónico siguió basándose en los mismos principios gaditanos: acuerdo de voluntades, principio de soberanía y ley. De ahí que no quepa sorprenderse de la persistencia del mismo discurso a lo largo de todo ese siglo. Así, por ejemplo, el diputado Díez, en su intervención de 20 de diciembre de 1836, afirmaba que la soberanía nacional no es más que la fuerza de la nación, la capacidad de imposición de su voluntad. Unos años más tarde, el diputado Arriaga, en su discurso pronunciado el 24 de enero de 1856, señalaba: “Pero como la soberanía nacional no es más que el derecho que tiene la nación de que su voluntad sea su sola ley, y no sea la voluntad ajena la que la dirija e impulse en su provecho, sino que sea la voluntad nacional la que presida en toda su libertad de acción; y cuando lo que se ha querido consagrar es la soberanía nacional, es preciso conocer que no puede consagrarse otro poder que la coarte, porque entonces no es libre”. Con similares términos se expresó el diputado progresista Sagasta en las Cortes de 15 de marzo de 1876: “El principio de nuestras instituciones, la base de nuestra sociedad política, la fuente de todo poder, es la voluntad de los más; o lo que es lo mismo, la soberanía de la Nación”.
Sin embargo, esto no significa que la voluntad soberana de la nación, ni la facultad de crear leyes –incluso suponiendo que éstas fueran expresión de la voluntad general–, fueran ilimitadas. Para la mayoría de nuestros representantes, incluyendo aquellos que pertenecían al ala más progresista de la Cámara, la soberanía nacional tenía, como límites, los ‘derechos individuales’, considerados como ‘ilegislables’. Así lo expresaba Del Río y Ramos, un diputado del partido democrático en su discurso del 11 de mayo de 1869: “Los individuos del partido democrático que componen la comisión de Constitución creen lo mismo que yo sostengo: creen que los derechos individuales son absolutos, que los derechos individuales son ilegislables, que no dependen de la soberanía de la Nación ni de la ley, que ésta no puede hacer más que declararlos”.
Para el mencionado diputado, la Revolución Gloriosa suponía la proclamación de una soberanía del Derecho –que no de la ley en su acepción rousseauniana– asentada sobre la base del reconocimiento de los derechos individuales como ‘absolutos’, ‘imprescriptibles’ e ‘ilegislables’”: “La revolución de Setiembre ha venido a proclamar la soberanía del derecho, que niega la soberanía del derecho divino de los reyes sancionada por la Iglesia católica; la soberanía del derecho, que niega la soberanía de la voluntad de Juan Jacobo Rousseau, que también conduce al despotismo, como lo demuestra la historia de la revolución francesa; la soberanía del derecho, que niega la soberanía de la inteligencia, defendida en este recinto por uno de los más célebres oradores de la tribuna española, D. Juan Donoso Cortés, Marqués de Valdegamas; soberanía que niega los derechos del pueblo, que niega el cuarto estado. La soberanía del derecho, que ha proclamado la revolución de Septiembre, se asienta sobre la base firmísima de los derechos individuales, como absolutos, como imprescriptibles, como ilegislables, garantizados por el sufragio universal”.
Pese a que las corrientes utilitaristas y positivistas se iban extendiendo por toda Europa, éstas no afectaron a España hasta más tarde. Esto explica cómo los partidos políticos más liberales y demócratas exhibieron su progresismo abogando por el reconocimiento de unos derechos individuales que, concebidos como ‘anteriores’, ‘superiores’ y ‘exteriores’ al Estado, limitaban la soberanía de la nación. Así lo expresó el diputado Ríos Rosas en su discurso de 20 de mayo de 1869: “Hay otro sistema de soberanía limitada, sistema muy superior a ese otro sistema, y además sistema profundamente práctico y profundamente verdadero. Es el sistema que limita la soberanía del Estado, que limita la soberanía del todo de la Nación, que limita la soberanía de esa entidad jurídica, la afirmación y la inviolabilidad de les derechos individuales. El Estado es soberano, sí; pero los derechos individuales son anteriores, son superiores, son exteriores al Estado. El Estado no puede herir, no puede suprimir, no puede destruir los derechos individuales”.
Unos derechos individuales –o ‘naturales’– que, al quedar fuera del contrato social, no podían ser objeto de reforma, como expresó el diputado Martínez Pérez el 26 de mayo de 1869: “Señores, la soberanía nacional está limitada perfectamente por la soberanía individual; está limitada por los derechos que son naturales, y estos derechos naturales son los que yo quiero dejar fuera del alcance de toda reforma”.»