Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el 8 de julio de 2018 por Vicente Bellver Capella, Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.
«A lo largo de la historia siempre encontramos personas que no se han sentido identificadas con su sexo. Las que han tratado de que su cuerpo, apariencia y nombre coincidieran con el sexo con el que se identificaban (y no con el que manifestaba el Registro Civil) han sido frecuentemente perseguidas o discriminadas, como mínimo estigmatizadas. En las últimas décadas, sin embargo, se ha producido un progreso histórico difícil de cuestionar, al reconocerse que esas personas no debían sufrir violencia o discriminación alguna. Lo mismo ha sucedido a las personas con una orientación sexual distinta de la heterosexual mayoritaria. De la persecución penal se ha pasado al respeto a las decisiones individuales. Es cierto que queda mucho por hacer: todavía hay países en los que las relaciones homosexuales libres entre mayores de edad siguen castigadas con la cárcel o son objeto de un implacable estigma social.
Vivimos, pues, una coyuntura sociocultural apasionante por lo que se refiere a la configuración pública de la identidad y la orientación sexual. Que ambas dejen de ser objeto de reproche penal o social constituye un avance trascendental en la historia de la humanidad. Pero también comparece el riesgo de que la lucha contra esta discriminación dé pie a una nueva forma de dogmatismo, que se puede manifestar en la escuela, la asistencia sanitaria, los medios de comunicación y los propios hogares.
Para conseguir que estos avances sociales se consoliden como una auténtica conquista de la libertad y no se acaben convirtiendo en imposición ideológica se precisan, a mi juicio, cuatro tipos de acciones: garantizar una igualdad real entre todas las personas, sea cual sea su identidad y orientación sexual; reparar, en la medida de lo posible, las injusticias cometidas con las víctimas; promover un entorno social plural e inclusivo que no cercene las libertades de conciencia, pensamiento y expresión; y reconocer el derecho superior de los padres a la educación moral de sus hijos.
Especial atención debe darse a los menores de edad que no se identifican con el sexo asignado al nacer. El interés superior del menor exige evitar tanto su discriminación como la adopción de medidas que tengan efectos irreversibles sobre su salud o sobre el futuro desarrollo de su personalidad. Ante la diversidad de posiciones sobre el modo de atender adecuadamente a estos menores no debería optarse por la imposición de un modelo único, precisamente porque la mejor garantía de su interés radica en considerar todas las opciones de abordaje en función de las necesidades del menor y de su contexto social, y elegir la más adecuada al caso. Procede, por ello, un diálogo sosegado que, reconociendo la dificultad en la que se encuentran muchos de estos niños y atendiendo a las evidencias científicas y clínicas, así como a las experiencias más exitosas de acompañamiento, permita alcanzar consensos amplios sobre el modo de proceder.
Reparar injusticias en materia de orientación e identidad sexual resulta imprescindible, pero la justicia aquí no tiene por qué identificarse con la filosofía “queer”, aunque ésta haya contribuido a su consecución. Esta corriente sostiene que la condición sexuada del ser humano no es binaria, formada por un sexo masculino y otro femenino, sino un espectro, en el que existe una variedad casi ilimitada de expresiones de la identidad sexual. Igualmente sostiene que, en materia de orientación sexual, no solo se debe acabar con la discriminación de las personas homosexuales; también defiende que todas las formas de vida sexual sean vistas como igualmente valiosas e intercambiables. En consecuencia, exige que el Estado recrimine a cualquier que sostenga que la moralidad de la vida sexual no está exclusivamente vinculada a la decisión libre del individuo.
En continuidad con el espíritu de abstracción, que disuelve lo humano en el número, la teoría “queer” propone que todos los seres humanos nos reconozcamos naturalmente como “trans”: seres que rehúyen, en mayor o menor medida, identificarse con su sexo genético y fisiológico; que escapan a una realidad corporal concreta que venga dada. Desde esta filosofía, el hecho de que la mayoría de personas en la actualidad se entienda a sí misma como “cisgénero” (identificadas con el sexo que se les asignó al nacer) no es consecuencia de una decisión libre. Tiene que ver con la imposición cultural que ha sufrido la humanidad hasta el presente. Puesto que tanto el “género” como el “sexo” son conceptos performativos, es decir, realidades que se configuran a través del comportamiento y el discurso, es imprescindible liberar a las personas del yugo cultural que les impone unas particulares identidades y conductas, y lograr así que definan su cuerpo de acuerdo con su libertad.
A la pregunta “¿Quién soy yo en cuanto a mi identidad y orientación sexual?” la teoría “queer” responde: lo que dicte mi deseo. Para que realmente sea así, resulta prioritario superar la ideología “tradicional” sobre la identidad sexual, para la cual el sexo viene definido por la naturaleza. El problema es que esta alternativa no es menos “ideológica” que la que denuncia. Considerar que la identidad de género es una cuestión de elección, que ha quedado reprimida hasta el tiempo presente, no solo contradice lo que ha sido la experiencia constante de la humanidad a lo largo de su historia -en la que lo excepcional ha sido la incomodidad del individuo con su identidad sexual-, es también un intento de imponer a todos los ciudadanos una visión única sobre la identidad sexual, que no respeta la libertad de pensamiento, ni el legítimo derecho de los padres a la educación moral de sus hijos.
¿Existe un consenso científico, político y social incuestionable acerca de que la identidad de género es algo completamente subjetivo, independiente del sexo biológico? ¿Debemos asumir que la emancipación de la humanidad necesariamente pasa por romper el vínculo entre identidad sexual y biología? ¿Pensamos que los padres deben educar a sus hijos en este principio teniéndolo por indiscutible y que así debe ser enseñado también en la escuela? ¿Debería borrarse en la vida social cualquier signo que vincule sexo y biología con carácter prescriptivo? ¿Deberíamos eliminar la asignación oficial de una identidad sexual desde el nacimiento y esperar a que cada individuo vaya manifestando la suya a lo largo de su vida? Por ser cuestiones cruciales, que afectan existencialmente al futuro de la humanidad, merecen un debate plural, en el que prime la confrontación de argumentos sobre la descalificación de quienes los esgrimen.
Las leyes autonómicas de transgénero aprobadas en España en los últimos años reflejan a la perfección el avance y el riesgo que se vive en nuestro país y en la mayoría de los de nuestro entorno cultural. Por un lado, adoptan medidas para que, por fin, las personas homosexuales y transgénero puedan tener una vida como la de cualquier otra. Pero, por otro, podrían estar convirtiendo una propuesta filosófica en una religión de Estado, que exige rigurosa observancia de pensamiento, palabra y obra. En ese caso, quien se aparte de ella incurrirá en herejía, pecado o delito. Sería para lamentar que una trascendental conquista social trajera consigo tales efectos colaterales. La experiencia histórica nos dice que las primeras suelen ir acompañados de los segundos. A ver si en esta ocasión somos capaces de evitarlo.»