Artículo de opinión publicado en el periódico Las Provincias el 3 de diciembre del 2017 por Carmelo Paradinas, Abogado.
«Al mediodía de ayer, mientras esperaba para cruzar un paso de peatones, un taxi se detuvo un par de metros delante de mí. De él bajó mi amigo Enrique Matarranz, lo que me causó gran satisfacción, pues hacía siglos que no le veía. Le llamé alegremente; él se volvió, sorprendido, y con una leve sonrisa, murmuró:
– Se equivoca usted.
Una especie de violenta descarga eléctrica me devolvió a la realidad que, durante un instante, había perdido. Enrique era un buen amigo de mi casa, en Valladolid, con el que, a pesar de la diferencia de edad que nos separaba, tuve un trato muy cordial hace más de cincuenta años. No he vuelto a verle desde entonces. Mucho mayor que yo, como digo, calculé rápidamente que en la actualidad tendría unos ciento veinte años. Claro está que el del taxi no era él, pero yo le había visto con todo detalle, exactamente como le recordaba; incluso aprecié la larga boquilla con que siempre fumaba. Comprendí que durante ese relámpago de tiempo no ya Enrique, sino yo, había rejuvenecido cincuenta años y seguía en mi Valladolid natal. Como, gracias a Dios, mi salud mental es por el momento perfecta, he querido buscar una explicación para este suceso, que me dejó muy mal sabor de boca.
Estas cosas son frecuentes en sueños, pero no estando despierto, a plena luz del día, en un lugar por el que transito a diario, y con una claridad y detalle sobrecogedores. Por alguna desconocida circunstancia, física o psíquica, mi cerebro me había introducido en uno de esos gusanos siderales que, según científicos y autores de ciencia ficción -cada uno en su ámbito-, pueden transportarnos instantáneamente en el tiempo y el espacio, hacia adelante o hacia atrás. Y ahí me tienen ustedes, en el Valladolid de hace medio siglo, feliz por un instante, dirigiéndome cara a cara a un buen amigo que lleva muchos años muerto.
Yo sostengo que la vida de una persona no es simplemente el periodo comprendido, de un tirón, entre el nacimiento y la muerte, sino una sucesión de situaciones conexas, es decir, una suma de «vidas parciales». Esto es más difícil de apreciar en quienes han tenido una existencia estable, sosegada, siempre en el mismo lugar, rodeado del mismo ambiente y las mismas personas; y más fácil en las vidas agitadas, acaso aventureras, con escenarios cambiantes. A la postre, en todos los casos llega un momento en que te rodea más lo nuevo que «lo de siempre» que, incluso, en muchos ámbitos puede haber desaparecido. Eso te hace recapitular seriamente, identificar esas vidas parciales y reflexionar.
Que las diversas situaciones de la vida sean conexas no significa que sean homogéneas; muy por el contrario, suelen ser muy dispares, de ahí que esa conexión sea dificultosa y no siempre se concluya con éxito. Y esto puede ser muy peligroso, pues la paz interior de la persona depende, en gran parte, del correcto enfoque del proceso. Ninguna de estas vidas parciales debe ser olvidada o postergada, pero tampoco mantenerse constantemente presente en el recuerdo. Ambos caminos conducen a la añoranza, el primero por defecto y el segundo por exceso y la añoranza tiene un pernicioso efecto sobre el presente, que es lo que nos toca vivir. Mi subliminal error de ayer pudo significar que no he cerrado adecuadamente la puerta de aquel periodo y el pasado se coló, no sé si juguetón o perverso, en mi presente.
Naturalmente, el factor más importante que interviene en la sucesión de «vidas parciales» es el humano. Hablando en sentido amplio, el familiar, pues las personas de nuestra vida -«nuestra vidas», si prefieren-, se integran en una serie de familias a las que estamos o hemos estado incorporados; la familia por exelencia, la natural y, en su caso, las generadas por el matrimonio. Pero el concepto de familia es más amplio. En nuestro proceso de identificación y reflexión, apreciamos que en aquella circunstancia de especial dureza, los amigos y compañeros fueron una familia para nosotros. Y en aquella otra tan amarga, los vecinos fueron más familia que la de sangre, que, incluso, llegó a ignorarnos. Y el hombre religioso sabe bien lo arropado que puede llegar a sentirse por la gran familia que son sus hermanos de fe. Ninguna de estas familias, como digo, debe ser olvidada, pues podemos lamentarlo el resto de nuestra existencia.
Quise poner un buen colofón al suceso y como Enrique ya no está entre nosotros, recé una sincera oración por su alma.