Artículo de opinión publicado el 19 de enero de 2020 en el diario Las Provincias por Carmelo Pardinas, abogado.
Apenas somos conscientes de los peligros que comporta vivir en una gran ciudad. Si lo fuéramos, cada noche, al irnos incólumes a la cama, daríamos fervientes gracias a Dios.
Esos peligros son directamente proporcionales al tamaño de la ciudad y su ubicación. Yo sería incapaz de vivir en la costa del Pacífico de Estados Unidos, en un gran edificio de muchos pisos, prácticamente encima de la falla de San Andrés. Pero, sin llegar a tal extremo, vivo en una finca urbana de ocho plantas con setenta y dos apartamentos, dos ascensores, aparatos de aire acondicionado y garaje comunitario en el sótano. Convivimos allí unas trescientas personas, incluídos niños de diversas edades, ancianos en diferentes grados de cordura y jóvenes con diferentes grados de responsabilidad. Es decir, en su conjunto, una mezcolanza casi tan peligrosa como la falla de San Andrés.
Naturalmente, cuando se sale a la calle es mucho peor. Da la impresión de que las autoridades han establecido un sistema para favorecer a unos y perjudicar a otros. Me han explicado que eso se llama «movilidad» y tiene como finalidad facilitar los desplazamientos de la ciudadanía. Qué duda cabe de que sí facilita los del enmascarado que sobre una motocicleta de gran cilindrada, con sobrecogedor estrépito y velocidad no inferior a setenta por hora, acaba de pasar junto a mí en una céntrica avenida urbana. Mi movilidad no se facilita, en absoluto; la suya sí.
Hace unos años –aún no éramos una democracia–, policías de barrio se paseaban por la ciudad y no dudaban en denunciar a la descuidada señora que sacudía el polvo o regaba las flores sobre los viandantes. Se preocupaban de que no hubiera objetos en riesgo de caer a la vía pública y de que en parques y jardines, llenos de niños pequeños, no pasaran cosas raras. Hoy día, si encuentras a uno de estos policías –acontecimiento de extraordinaria rareza– y le transmites tu preocupación, se limita a contestarte con absoluta indiferencia: “¿Va usted a presentar denuncia?” Y se acabó la historia.
Pero luchar contra los efectos nocivos de compartir una ciudad, por grande que sea, entre un montón de miles, acaso millones, de hijos de Dios, no es sólo cosa de las autoridades; han de quedar reservados para ellas los casos en que es preciso el uso de esa autoridad, de la fuerza, incluso. En los demás, corresponde a la ciudadanía contrarrestar esos efectos nocivos mediante la aplicación de las normas de convivencia. Estas normas no requieren de un aprendizaje académico, formal, se adquieren mayormente por ósmosis, por la convivencia cotidiana con la familia, los amigos y compañeros, los vecinos.
Pero no todo va a ser aspectos negativos en la convivencia en las grandes ciudades. Los hay muy positivos. El hecho de que en ellas vivamos no diremos amontonados, sino en muy cercana proximidad, permite que conozcamos detalles que pueden ser muy útiles. Oímos llorar desesperadamente durante largo espacio de tiempo a un niño que sabemos que no está solo o ladrar insistentemente a un perro que jamás lo hace; o no vemos en sus horarios habituales a un anciano que vive solo… y nos alarmamos e intervenimos por si alguien necesita nuestra ayuda. Se quema un electrodoméstico y todos salimos al rellano preguntando “¿no oléis a cable quemado?”; si un desconocido merodea por la escalera, nos damos aviso y no digamos la eficaz conmoción si alguien pide socorro.
En la mayoría de los casos no será nada grave, pero saldremos reforzados en la idea de que en nuestra casa, velamos unos por otros.