Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias del domingo 12 de febrero de 2017 por Carmelo Paradinas, Abogado.
«No hace mucho escribía yo que si previamente a nuestro nacimiento nos dieran a elegir cómo quisiéremos ser a lo largo de nuestra vida, no existirían los pobres, los feos ni los tontos. Todos nos apuntaríamos a inteligentes, guapos y acaudalados. Pero no a ser buenos, a pesar de que unánimemente alabamos a las buenas personas y consideramos la maldad como la actitud más odiosa del ser humano. ¿Qué sucede aquí? Algo parece no encajar.
La primera explicación que se me ocurrió fue de naturaleza práctica. Nos guste o no, la bondad se asocia con la blandenguería, la inoperancla, mientras que la maldad, sin dejar de ser reprobada, con la resolución, la eficacia. Eficacia para sus propios fines, claro está, lo que la hace no sólo peligrosa, sino escalofriante. Esta inoperancia práctica del bien es verdaderamente lamentable. No basta con ser ‘buenín’, que diría un asturiano. Hay que esforzarse para plantar cara a los de enfrente.
En cualquier caso, en alta voz o para su coleto, la inmensa mayoría de las madres preferirá a sus hijos malos que tontos.
Pero el aspecto práctico de una cuestión no siempre es el que mejor la define, y con seguridad, en el caso de la maldad, tampoco. Sucede que la maldad se esconde muy confusamente tras su multiforme concepto. Aquella madre a que antes me refería, a fuerza de decir a su hijo «¡mira que eres malo!», simplemente porque es travieso, se equivocará al repetirse, in pectore, aquello de «mejor malo que tonto». Decimos que este futbolista o aquel cantante son «malos», que abandonamos la lectura de un libro por ser «muy malo» y que hemos pasado «un mal rato» al dar el pésame a una personas a la que apreciamos.
La maldad se camufla entre tantas acepciones de sí misma, haciendo imposible una definición general. Pero, con definición o sin ella, todos sabemos reconocer la verdadera maldad cuando nos la encontramos y en esa realidad tenemos la pauta a seguir. Como el que busca setas, entre tantas especies ha de distinguir las venenosas, pues le va la vida en ello. Pondrá las buenas en el cesto y las venenosas las desechará, no sin antes advertir de su maligna condición a los menos expertos, para evitar desgracias.
Por supuesto, no voy a intentar siquiera una especie de catálogo de «maldades venenosas». A diferencia de las setas, toda persona normal sabe reconocer aquellas sin usar un catálogo. Pero no vendrá mal, creo yo, comentar algunos casos muy significados.
Hace meses publiqué un artículo, cuyo título «Maldad gratuita», ya presenta una de sus más abyectas modalidades: la maldad sin provecho alguno para quien la ejerce, la maldad en estado puro, la maldad gratuita, por el mero placer de obrarla. Lo redacté al socaire de una serie de agresiones sacrílegas perpetradas por determinados grupos políticos radicales, que ningún provecho ‘político’, a pesar de su etiqueta, pudieron obtener. Sólo consiguieron dejar constancia de su falta de respeto hacia las creencias de otros y, por supuesto, de su total falta de educación ciudadana.
Pariente muy próximo de la maldad gratuita es la, a mi juicio, más perversa modalidad de maldad: la que busca expresa y directamente el mal del prójimo, acaso también sin utilidad -ese es su parentesco con la gratuita-, o se complace, pública y ostensiblemente, en el mismo. La que celebra la muerte violenta o inesperada o el acontecer de una tremenda desgracia personal o familiar de un contrincante, incluso con brindis y macabras alegrías en manifestaciones y redes sociales.
La maldad es rigurosamente individual. ¿Pero puede practicarse en grupo, incluso en grupo social muy amplio? Una rápida ojeada a la Historia parece darnos una respuesta afirmativa. Barbaridades como el nazismo, la Inquisición, las grandes purgas políticas y persecuciones religiosas, denuncian la directa intervención en la práctica del mal o en su culposa tolerancia, de pueblos enteros o importantes cortes transversales de su sociedad. Pero no nos engañemos con las apariencias, pues la auténtica responsabilidad no existe en la totalidad del grupo, se circunscribe a los instigadores. Los demás se limitan a seguirles, casi siempre de forma inconsciente, en actitud gregaria. Por eso, en expresión aparentemente poco lógica, denomino a esta maldad «de rebaño».
Ninguna de estas maldades, ni otras muchas que quedan en el tintero -léase, ahora, «disco duro»- son privativas de unos u otros. Todos podemos hacer el bien o el mal, indistintamente. Pero la verdad es que algunos, ignorando la general costumbre de que el mal ha de ocultarse prudentemente, tienen a gala publicarlo a los cuatro vientos. Al menos hemos de agradecerles que los veamos venir de cara.»