Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el 7 de octubre de 2018 por Carmelo Paradinas, Abogado.
«Aunque todos tenemos que aceptar que se trata de dos medios absolutamente diferentes, es un hecho que las series televisivas han ido ganando espacio a las películas de gran formato. Parece que cada vez son menos los que aceptan desplazarse a una sala de cine y, entre unas cosas y otras, dedicar tres o más horas a una recién estrenada producción cinematográfica con actores, técnicas e incluso puede que temas de plena actualidad; otros no tienen tiempo ni ganas para ello y prefieren estas peliculitas de una media hora, muy bien hechas, por lo general y sin movernos de casa. Las conocemos con el popular nombre de ‘series’ por su difusión periódica en televisión. Las hay para todos los gustos: de acción, de guerra, de misterio, de risa, para niños, para adultos… y las hay de ‘costumbres’, expresión acaso anticuada que todos entendemos como la forma de vida de la gente corriente.
Salvo casos extremos, como el de don Quijote de la Mancha, no hay riesgo de que una persona normal pretenda emular las aguerridas aventuras de los héroes de ficción televisivos, pero en las series de costumbres el peligro es cierto. Nadie se verá a sí mismo como progonista de una serie de ‘NCIS’ o ‘Hawai 5-0’, pero sí como cualquiera de los simpáticos personajes de ‘Modern family’, ‘Big bang theory’ o ‘Dos hombres y medio’.
El éxito de estas series reside en la idealización de sus personajes que lleva a un mimetismo, conscidente o inconsciente. No es el impacto más o menos fuerte, pero pasajero, de una película de cine o un libro. Es un ‘machaqueo’ diario, durante años, de una forma de ser y vivir que el espectador acaba asimilando como envidiable, es decir, potencialmente propia. Y eso es una aberración. Al no ser personajes reales, sus conductas y reacciones tampoco lo son; son lo que el guionista quiere; normalmente, que el personaje caiga bien, que sea no sólo simpático sino adorable, en el sentido literal de la palabra, para que esa adoración perdure en las pantallas televisivas. Pero también puede que pretenda extender criterios y formas de vida inaceptables para una sociedad determinada. Y eso ya no solamente es una aberración, sino una consciente monstruosidad.
Las series de costumbres de mayor éxito son de producción norteamericana. Sería necesario un índice corrector que las adaptara a la realidad social española, exactamente igual que hacen con los diálogos, traducirlos a nuestro idioma, pues en el original no lo entenderíamos. ¿Acaso nosotros pensamos igual que un ciudadano de Los Ángeles o Nueva York? Evientemente, no. Los productores de las series españolas de este género –o subgénero– lo han entendido bien, consciente o inconscientemente y no intentan inspirarse en modelos sociales americanos; obtienen ambientes, situaciones y personajes muy españoles, menos afinados, más de ‘sal gruesa’… pero socialmente menos nocivos. Al conocerlos mejor, resultan menos atractivos: la cercanía destaca los defectos.
El ambiente de estas series de importación costumbrista es de muy peligrosa apariencia inofensiva. El hábil guionista americano se cuida muy bien de rodear cualquier consecuencia negativa que en la vida real ineludiblemente se daría en situaciones tan enrevesadas como llegó a concebir. No nos habla de personajes alcoholizados en plena juventud, de embarazos no deseados, de fracasos profesionales mal digeridos, de envidias y odios rupturistas entre miembros muy allegados de la familia, de graves problemas económicos. Allí todo es optimista, placentero, invita a la imitación, a la envidia.
Y padres que prohibirían a sus hijos contemplar escabrosas escenas de sexo, no tendrán inconveniente en compartir con ellos las andanzas de estos divertidos personajes de importación tan magistralmente animados por los creativos de la televisión americana.
Estoy seguro de que algunos pensarán que este artículo exagera, que estas series son acaso un poquito audaces pero básicamente inocentes. Este es el secreto de esta nueva forma de publicidad subliminal, que va mucho más lejos de lo que pensamos: que nos traguemos, sin darnos cuenta, cosas que, de dárnosla, rechazaríamos tajantemente.»