Pedro Talavera. Profesor titular de Filosofía del Derecho y Filosofía Política (Univ. València)
«Oigo por todas partes críticas, cuando no mofas o escándalo, por los cuatro días de fastos que los británicos están dedicando a celebrar el septuagésimo aniversario de coronación de la reina Isabel II. Fastos que ya se repitieron por el mismo motivo hace 25 y hace cincuenta años. El acontecimiento se contempla, en general, como la clásica excentricidad folklórica de los ‘british’, que además aprovechan con habilidad para el negocio y el márquetin. Tampoco a los políticos, incómodos unos y beligerantes otros con la monarquía, se les escucha una opinión de mayor fuste. Sin embargo, a mí me parece una lección más que el Reino Unido da a Europa de madurez institucional y democrática.
Y en esto coincido con lo que, en 1937, afirmó Ortega y Gasset, a propósito de la coronación del rey Jorge VI, en el ‘Prólogo para franceses’ de su obra ‘La rebelión de las masas’. El insigne filósofo español, poco sospechoso de ser monárquico y dirigiéndose a una sociedad francesa genéticamente republicana, afirmaba que sus congéneres tendían a ser displicentes con la monarquía británica constatando que, desde hacía mucho tiempo, era una institución meramente simbólica. Explica Ortega que con ello no parecían entender bien el significado de lo simbólico. Es evidente que el papel de esa monarquía no es gobernar, ni administrar justicia, ni mandar el ejército. Pero eso no la convierte en una institución vacía ni superflua. Al contrario, decía Ortega, su función es de la más alta eficacia: la de simbolizar. Por eso los británicos, con propósito deliberado, le dan una extraordinaria solemnidad al rito de la coronación y a la periódica conmemoración de ese rito. Porque pretenden afirmar que las normas que regulan su vida son sólidas y permanentes. Todo su vetusto boato está muy lejos de ser folklórico, pretende manifestar madurez vital e institucional frente a la puerilidad que ellos suelen achacar a los continentales siempre reformulando sus consensos políticos. Con sus ceremoniales, uniformes y charreteras, de manera paradójica, los británicos, lejos de quedarse anclados en el pasado, son los que siempre han llegado antes al futuro, son quienes se han anticipado a todos los demás en casi todos los ámbitos.
Los británicos, simbolizados por su monarquía y sus ritos, se empeñan en demostrarnos que su pasado, precisamente porque les ha pasado a ellos, sigue estando presente en ellos. Son un pueblo que circula orgulloso por todo su tiempo, que se considera dueño y señor de todos y cada uno de sus siglos de historia, que jamás ha pensado ocultarlos en el desván, sino que los exhibe en el lugar más representativo del salón para que todos puedan contemplarlos. Y esto es, para Ortega, lo que significa ser un pueblo, constituir una comunidad humana: poder vivir hoy en el ayer sin dejar por eso de vivir para el futuro. Ninguna sociedad puede constituirse sobre los adanismos revolucionarios del ‘hoy empieza todo’. Ninguna comunidad puede constituirse sin rituales, porque los rituales representan la convergencia del pasado y el futuro en el presente, y eso es lo único que puede mantener cohesionada una comunidad. Byung-Chul Han, en su delicioso libro ‘La desaparición de los rituales’, dice que los rituales nos permiten habitar y re-conocernos en la memoria común del tiempo. Es esa memoria común lo que mantiene cohesionada una comunidad. Cuando los rituales se eliminan, la cohesión se resquebraja y la sociedad se atomiza porque ha desaparecido la memoria común que vinculaba.
Recuerda Ortega que la diferencia fundamental entre los simios y los humanos no radica tanto en la inteligencia como en la memoria. Los chimpancés o los orangutanes tienen muchísima menos memoria que nosotros, por consiguiente, cada mañana se despiertan habiendo olvidado casi todo lo que vivieron el día anterior y su intelecto tiene que trabajar con una cantidad mínima de experiencias. Si nos movemos hacia abajo en la escala zoológica podemos constatar que el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar a ser de nuevo tigre cada día como si nunca antes hubiera habido tigres. El hombre, en cambio, gracias a su capacidad de recordar, acumula en la memoria su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer hombre, siempre comienza a existir elevado sobre una plataforma de pasado acumulado. Este es, para Ortega, el tesoro fundamental del hombre, su privilegio más determinante. Y, dentro de ese tesoro, lo más valioso no es tanto lo que podemos alabar por ser excelso, sino la memoria de los errores, que nos permite no volver a cometerlos siempre. El verdadero tesoro del hombre es el tesoro de sus errores, la larga experiencia vital que hemos ido acumulando desde la aparición de nuestra especie sobre la tierra. Por eso Nietzsche define el hombre superior como el ser ‘de la más larga memoria’. Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar todo de nuevo, significa aspirar al modo de vida de los orangutanes.
Tenemos mucho que aprender de estos fastos conmemorativos, que encarnan la memoria común de un pueblo que quiere seguir proyectándose como pueblo hacia el futuro. Que rituales de este tipo resulten inconcebibles en nuestra sociedad debería hacernos pensar en lo necesitados que estamos de la cohesión social y la solidez institucional que demuestran los británicos.»