Artículo publicado el domingo 20 de noviembre en el diario Las Provincias por Miguel Martínez, Catedrático de Filología Inglesa de la Universidad de Valencia.
«En su Tratado de Semiótica General, Umberto Eco dejó una original definición de ‘signo’ como todo aquello que puede usarse para mentir. No escapa precisamente indemne el signo lingüístico a esta posibilidad de ser usado para encubrir y en pocos contextos se aprecia mejor la contingencia de esa relación inestable entre la realidad y las palabras que en el discurso esencialista del etnolingüismo nacionalista. Por ejemplo, respecto del catalán, se ha construido en España una política lingüística sobre la base de que éste ha de ser discriminado positivamente, porque, si se permite que los hablantes decidan qué lengua usar, siempre se utilizará el español y terminará desapareciendo la lengua ‘minoritaria’. De poco sirve que el Atlas UNESCO de Lenguas en Peligro de Extinción no la incluya en ninguno de los cinco niveles de riesgo de extinción. En contextos multilingües como los de las Comunidades catalana, valenciana y balear, en lugar de fomentarse un saludable trilingüismo aditivo (castellano-catalán-inglés) se opta hoy por la ‘preferencia’ del segundo porque se supone que es una lengua ‘en peligro’. Se trata de un uso ideológico para unos fines políticos concretos, a menudo no explícitos, que (por ahora) una minoría considera tan indispensables como para suspender los derechos lingüísticos de una parte de los ciudadanos. Este proceso atraviesa tres fases: bilingüe, inmersión y monolingüe.
La primera fase de este proceso sustituye el carácter cooficial de la lengua vernácula por el de ‘lengua propia’, del todo ajeno a la regulación constitucional española de 1978. Así se transciende un bilingüismo equilibrado y aditivo, enfatizando una peligrosa tensión entre dos conceptos extralingüísticos como son ‘lengua común’ y ‘lengua propia’. Frente a la denominación ‘lengua vernácula’, propuesta por la RAE, se impone el uso de la expresión ‘lengua propia’: “de pertenencia exclusiva”, “característica”, “adecuada”, “natural”, “principal”…; sensu contrario, el español se antoja ‘impropia’ en determinados territorios, lo que connota “falta de cualidades convenientes”, por ser “ajena a las personas”, por ser lengua ‘común’ (“que no es privativa de nadie”, “corriente”, “ordinaria”, “vulgar”, “baja”, “despreciable”… ). Reducida a la mera ‘oficialidad’, además, evoca un universo frío y burocrático, alejado de la realidad de los hablantes.
Quienes buscan la independencia política de algunos territorios españoles –proyecto normalmente asociado al establecimiento de una república–, contraponen la lengua propia a la ‘lengua castellana’, rebuscando en la etimología de ‘vernácula’ –para rechazar esta denominación– una connotación de ‘servidumbre’, al tiempo que contradicen a la Asociación de Academias de la Lengua Española, que recomienda la reserva de ‘castellano’ para el dialecto o variedad del español de Castilla. Tras la primera reconversión jurídica de este concepto de ‘lengua propia’ en el Estatuto de Régimen Interior de Cataluña de 1933 y tras la liquidación por el Tribunal Constitucional de la tibia voluntad bilingüe de la Constitución de 1978, por su Sentencia de 1994 –que declaró constitucional el régimen lingüístico educativo de inmersión en catalán–, quedó expedito el camino para poner la llamada ‘normalización’ no sólo al servicio de la liquidación del bilingüismo, sino para modificar la realidad sociolingüística de los territorios con lenguas cooficiales. Tal modificación se impone principalmente mediante la declaración de ‘preferencia’ de la lengua ‘propia’ respecto al español (‘preferencia’ anulada por el Tribunal Constitucional en su Sentencia de 2010 sobre el Estatuto de Cataluña).
Este uso de las lenguas vernáculas como elemento primordial en la construcción de identidades nacionales tiene como una de sus inevitables consecuencias la división de la población en dos bloques en función de cuál sea su primera lengua o su lengua materna. Surge entonces una ingeniería social que lleva inexorablemente a la paulatina restricción de las libertades: cierre de los mercados laborales y las promociones a través de requisitos lingüísticos de conocimiento de la lengua propia en el sector público, baremos en los que el conocimiento de dicha lengua adquiere un valor decisivo, imposición de la lengua vernácula en actos públicos, exclusión de empresas que facturen en español, … todo ello acompañado de un progresivo aislamiento, cada vez menos sutil, de cualquier voz discrepante. Las últimas curvas del proceso –el tránsito de la inmersión al monolingüismo forzoso– pueden ya vislumbrarse en comunidades como Cataluña, donde el Grupo Koiné ha presentado un polémico manifiesto a favor del catalán como única lengua oficial de la que consideran inminente república catalana, que, en el imaginario nacionalista, incluye a los denominados ‘países catalanes’.
El vehículo necesario para la ejecución de esta ingeniería social, que modifique la ‘lengua de uso corriente’ –como ya ha ocurrido en la escuela catalana– y, a su través, la identidad y opción política de la población, es el establecimiento de un modelo educativo de ‘inmersión lingüística’ en la lengua denominada ‘propia’, con vehemente rechazo de los modelos bilingües o trilingües (en los que, paradójicamente, educan a sus hijos muchas de las élites políticas, también las nacionalistas); la inmersión en la ‘lengua propia’ se convierte así en un instrumento político de discriminación positiva, que resalta las diferencias y divide a la ciudadanía. Esto refuerza la identidad nacional republicana favorable a la independencia de quienes ya sentían esta inclinación, mientras discretamente se va sembrando la misma en las generaciones de escolares que pasan por las aulas. La minoría que desea la secesión va construyendo la mayoría social necesaria para instarla; el ejemplo de Cataluña, tras tres décadas de inmersión en catalán (la lengua vehicular exclusiva es el catalán, con 2 horas semanales de español y 3 de inglés) expresa nítidamente el éxito del programa de ‘condicionamiento’ aplicado a la construcción de la identidad nacional catalana que hoy divide a nuestros vecinos del Norte entre partidarios y contrarios a la independencia, situación que tiende a extenderse por amplios territorios de España.
Sin embargo, no debería ser difícil alcanzar un acuerdo sobre fines compartidos: por ejemplo, que nuestros estudiantes sean competentes al menos en esas tres lenguas (las dos cooficiales y el inglés) cuando acaben la escolarización obligatoria. Frente a la reciente expansión del modelo de inmersión lingüística, sería menester abrir una reflexión más técnica que política, para poner los medios que conduzcan al fin que se persigue, volviendo a los consensos básicos constitucionales y a las buenas prácticas en adquisición de lenguas; éstas deberían enriquecer la cultura y la capacidad comunicativa de los ciudadanos, favorecer su empleabilidad y no dividir a las sociedades en bloques antagónicos en función de su lengua materna como antesala de experimentos de secesión, los taifas redivivos de nuestro siglo que amenazan con desintegrar Europa hasta hacerla irrelevante; es menester garantizar el derecho de las familias a escolarizar a sus hijos en la lengua cooficial del hogar (sea ésta la vernácula o el español) así como una escuela pública que no puede ser sino trilingüe en las comunidades con lenguas cooficiales. Que esto es posible lo prueba el hecho de que muchos centros privados de élite lo llevan haciendo con éxito desde el siglo XIX, con un coste per cápita similar al del sistema educativo público. La regeneración política también pasa por superar las tentaciones de instrumentalizar la escuela pública, utilizando una de las lenguas cooficiales como caballo de Troya del nacionalismo, lo que supondría iniciar un rumbo de colisión contra la convivencia, como necesario preludio del establecimiento de una distopía social.»