Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el domingo 25 de febrero de 2018 por Aniceto Masferrer, Catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Valencia.
«En mi último artículo sostenía que, según los liberales –incapaces de integrar la diversidad cultural o de encontrar un fundamento cultural de la identidad nacional española–, lo que permitía que la reunión de los españoles se constituyera en nación no eran tanto los vínculos culturales como la ley, de modo que la nación no era otra cosa –siguiendo a Sieyès– que un grupo humano caracterizado por la identidad de unas leyes comunes que garantizasen la homogeneidad. De ahí que el Derecho, expresión de una parte de la cultura de un pueblo, comunidad o territorio, se redujo a ley –legitimada por expresar supuestamente la voluntad general–, convirtiéndose en instrumento homogeneizador al servicio de un proyecto nacional de corte racionalista, voluntarista y de escaso –o escuálido– soporte cultural. Esta fue, sin duda, una de las grandes carencias de la creación de España como nación en el siglo XIX.
Para los liberales gaditanos –siguiendo el modelo francés–, la nación debía ser una, y esto exigía terminar con todas las diferencias existentes entre los habitantes de los distintos territorios: “Todos somos españoles y no debe haber diferencia, en la sustancia y modo de obedecer y servir en las cosas de provecho común de la nación, entre las coronas de Castilla, Aragón, Galicia, Asturias, Andalucía, Navarra y las provincias, Valencia, Murcia y demás”.
Además –y en esta misma línea–, el término ‘español’ debía reemplazar los relativos a los diversos territorios: “Aquí es indispensable repetir que una sola es la nación y que uno y único debe ser el nombre de los que la componen, a saber: español, olvidados los connotados de castellano, andaluz, gallego, aragonés, valenciano, catalán, navarro, etc. Unas deben ser las leyes que establezcan el premio y el castigo, y único y uniforme el modo de juzgar según ellas”.
En el ámbito jurídico, la mayoría de los liberales entendían que la unificación jurídica constituía una conditio sine qua non para llevar a buen puerto el proyecto nacional. Con estos términos, más bien drásticos, el diputado Miguel Agustín Jarillo expresó el sentir de una parte de la cámara representativa: “Una nación que tiene algunas provincias con diversos fueros, es una cosa monstruosa. La nación española, aunque es un vasto reino compuesto de diversas provincias, puede y debe gobernarse por leyes generales y uniformes, porque en todas ellas se habla una misma lengua, se profesa una misma religión, se notan las mismas costumbres y tiene una sola cabeza suprema. Circunstancias que contribuyen a que sea gobernada por una sola legislación, sin que sea alterada por diversos fueros y privilegios”.
Como puede observarse, se emplea aquí la supuesta existencia de un sustrato cultural común (‘una misma lengua’, ‘una misma religión’, ‘las mismas costumbres’ y ‘una sola cabeza suprema’), para suprimir –con unas ‘leyes generales y uniformes’– una parte de la diversidad cultural, la relativa a las diversas tradiciones jurídicas. El principio que permitía terminar con el ‘monstruo’ de una nación que tenía ‘provincias con diversos fueros’, fue el de soberanía nacional, pieza basilar del constructo de nación, consagrado el 4 de junio de 1811: “La soberanía reside en la Nación, que no es otra cosa que el pueblo español”. Este principio concedía a los diputados gaditanos, como representantes del ‘pueblo español’, la facultad de crear leyes que eran expresión de una supuesta voluntad general, casi siempre homogeneizadora. Así lo expresaba un diputado pocos días más tarde, el 26 de junio de 1811: “Diputados, es fuera de duda que iguales los hombres por naturaleza, y dueños de sí mismos, con exclusión de toda subordinación y dependencia, no han podido ni debido reconocer autoridad que les rija y gobierne, sino en tanto que reunidos en sociedad han cedido parte de su libertad, y formado una voluntad general, que constituyendo por esencia la soberanía de la Nación, es la única que puede dictar leyes y exigir imperiosamente la obediencia y el respeto”.
Creada la nación en base a un acuerdo (voluntad política), la ley consagra ese acuerdo y se erige desde entonces –desprovista ya casi de contenido sustantivo alguno– en mero instrumento en manos de los representantes de esa nación, cuyas decisiones gozan de legitimidad por el simple hecho de expresar la voluntad general, como señaló un diputado el 29 de agosto de 1811: “Una Nación antes de establecer sus leyes constitucionales, y adoptar una forma de gobierno, es ya una Nación, es decir una asociación de hombres libres, que se han convenido voluntariamente en componer un cuerpo moral, el cual ha de regirse por leyes que sean el resultado de la voluntad de los individuos, que lo forman, y cuyo único objeto es el bien y la utilidad de toda la sociedad”.
Desde esta perspectiva, para muchos diputados la Constitución gaditana debía continuar las reformas de Felipe V, resolviendo definitivamente la cuestión histórica de la fragmentación territorial de la monarquía española. Así lo expresó Jovellanos en una de sus intervenciones: “…como ninguna constitución política puede ser buena si le faltare unidad, y nada hay más contrario a esta unidad que las varias constituciones municipales y privilegiadas de algunos pueblos y provincias, la Junta de Legislación investigará y propondrá los medios de mejorar esta parte de nuestra legislación, buscando la más perfecta uniformidad”. No pocos diputados buscaban una unidad basada más en la uniformidad que en la integración de la diversidad; de ahí que, como señaló el diputado Manuel José Quintana –fundador del Seminario Patriótico en 1808–, las Cortes debían elaborar una constitución que hiciera “de todas las provincias que componen esta vasta Monarquía una Nación verdaderamente una (…) En ella deben cesar a los ojos de la ley las distinciones de Valencianos, Aragoneses, Castellanos, Vizcaínos: todos deben ser Españoles”.
De lo contrario, no podía existir una auténtica nación, según razonaban muchos diputados, para quienes antes de la Constitución de 1812 “no había (…) una verdadera asociación política”, pues “la Nación estaba enteramente separada, desunida y dividida. Cada provincia tenía sus leyes y fueros particulares, su gobierno y administración peculiar”. Gracias a la Constitución, pues, todos los españoles habían quedado sujetos a la misma ley. Y por ello, cabía decir que por fin los españoles formaban ya un verdadero cuerpo político, configurándose realmente en nación. De ahí que, según el Seminario Patriótico, la ley configuró y consagró la nación. Sin ley no había más que un agregado de hombres. La ley fijaba la voluntad de ese conjunto social de construir un proyecto común en base al libre ejercicio de su voluntad, en unión con los demás individuos. Sin ley no existía nación, sino un conjunto de sujetos sin proyecto de futuro. La ley –la Constitución gaditana– convirtió a este conjunto de súbditos en ciudadanos, individuos de una nación.
Sin embargo, para ello se desnaturalizó el Derecho, expresión de la cultura de cada pueblo o territorio, reduciéndolo a una ley homogeneizadora puesta al servicio de un proyecto nacional que optó por prescindir de su riqueza y diversidad cultural.»