Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 12 febrero 2012.
Patología del sectarismo
Por Aniceto Masferrer. Profesor Titular de Historia del Derecho. Universitast de València.
Hace un tiempo me comentaba un buen amigo que no ha conocido a gente más mezquina que los profesores de Universidad. “Y te lo digo –añadía– porque me he encontrado varios casos en los que no les inquietaba verse privados de un logro (académico, científico o de otro orden) por haberse concedido a otro compañero suyo (en cuyo caso, hasta cierto punto podría entenderse), sino que sencillamente les entristecía –y, en algunos casos, enfurecía– un triunfo que, cosechado por otro, a ellos no les perjudicaba ni afectaba en modo alguno”. Ciertamente, a quien le afecta negativamente o entristece el bien ajeno, tiene un problema que no deseo a nadie porque constituye una fuente de desasosiego e infelicidad constantes. Se le suele denominar envidia, y su historia se remonta al conocido episodio de Caín y Abel.
Aunque es cierto que la envidia campa a sus anchas en el mundo universitario y sus consecuencias resultan patentes para quienes nos movemos en este ámbito, me temo que no es éste el peor defecto de la Universidad ni de la sociedad española en general. A mi juicio, el rasgo característico más negativo y perverso de este país es, y con diferencia a cualquier otro, el del sectarismo. El Diccionario de la Real Academia recoge dos acepciones del término ‘sectario’, a saber, el “Que profesa y sigue una secta”, o el “Secuaz, fanático e intransigente, de un partido o de una idea”.
Una de las experiencias más enriquecedoras que he tenido es la de pasar tiempo trabajando en otros países y haber podido observar el nuestro desde fuera: resulta triste constatar el contraste entre lo que este país podría llegar a ser y lo que en realidad es, en buena medida por el talante sectario que le caracteriza. No niego que toda persona, con independencia de su origen cultural o geográfico, lleve en su interior este germen maligno, pero pienso que el español medio lo ha cultivado de un modo especial, y sus efectos son evidentes en la política, en los medios de comunicación, en la Universidad y en el ambiente social en general.
El sectarismo hunde sus raíces en el prejuicio, la estupidez y la intolerancia, manifestaciones que en ocasiones aparecen estrechamente relacionadas.
El sectario necesita encasillar a las personas dentro de un grupo, sin lo cual no sabe qué opinión le merece ni qué actitud adoptar frente a alguien. Una vez ‘cree saber’ de dónde proviene uno, lo que éste diga carece ya de valor, sobran ya las palabras y las ideas, pues la bondad o acierto de éstas dependen casi exclusivamente de la ‘adscripción grupal’ que se haya hecho de quien las pronuncia. Se llega así al extremo de que lo mismo puede ser alabado o vituperado según quién lo diga. El prejuicio –habitualmente negativo– hacia alguien le impide cambiar la opinión que se ha preformado, de suerte que ni la misma evidencia le permite rectificar su primigenio parecer, dándose así una especie de esquizofrenia –ciertamente patológica– difícil de desarraigar: el sectario puede mostrarse normal, afable e incluso bondadoso con los que entiende que son ‘los suyos’, pero es incapaz de conducirse de la misma manera con quienes no los considera como tales, de los que habitualmente piensa mal, habla mal y critica, sembrando la semilla de la sospecha por doquier y poniendo en duda su rectitud de intención incluso cuando las obras resultan intachables (‘¿qué pretenderá?’; ‘seguro que algo querrá a cambio’; etc.). No concibe que fuera de su grupo pueda anidar la bondad ni el favor desinteresado, dejando así al otro ante una alternativa ciertamente incómoda: la de ignorar a la persona sectaria para apaciguar así las cosas (por aquello de que ‘ojos que no ven, corazón que no siente’), o la de mostrarse abierto, afable y servicial, alimentando así sus sospechas de intereses ocultos y siniestros.
El prejuicio y la estupidez aparecen, pues, ciertamente conexos. El prejuicio, de hecho, además de manifestar un espíritu soberbio y vanidoso, denota una falta de inteligencia notable. El sectario, identificándose con el adagio ‘piensa mal y acertarás’, parece estar convencido de que pensar mal de los demás constituye un signo infalible de inteligencia; de ahí que lo ejerza de forma habitual, primero con quienes no considera formar parte de ‘los suyos’, pero luego también –si conviene– con ‘los suyos’, con aquéllos de una manera descarada y despiadada, con éstos más sibilinamente pero sin menor maldad. Esta conducta puede apreciarse en la política, y también la he constatado en la Universidad española, no en la de otros países (Alemania, Inglaterra, Bélgica, Holanda, EEUU, Canadá, Australia y Nueva Zelanda). El sectario se ampara en ocasiones en una ideología hueca y sin vida, porque no admite el pensamiento, la reflexión ni la crítica, en una ideología que “es aniquiladora de la razón, porque exonera al hombre de la nefasta manía de pensar, nutriéndolo de consignas desquiciadas” (Juan Manuel de Prada, “Sectarismo ideológico?, ABC, 30.V.2011). El sectario no distingue entre la crítica de las ideas y el respeto a las personas, no entendiendo, por ejemplo, que se pueda estar en contra del aborto y, al mismo tiempo, defender a la mujer (haya abortado o no) o al amigo pro-abortista al que se le injuria diciéndole que está a favor del aborto porque no le gustan los niños (no siendo cierto, pues tiene varios).
Se comprende así que el prejuicio y la estupidez engendren la intolerancia, pues el rechazo de la razón comporta el rechazo de todo aquello que ésta reivindica, así como el ejercicio de la libertad de aquellos que, procurando pensar y actuar en conciencia, no se consideran de ningún bando y procuran dialogar con todos (que, desgraciadamente, no son muchos).
El lector comprenderá por qué nunca me han gustado las clasificaciones o las divisiones entre progresistas y conservadores, derechas e izquierdas, creyentes y no creyentes, etc. A otros sí les gusta y, de hecho, viven de esto toda su vida. Por esto, la sociedad española está como está, y no cambiará a no ser que se regenere por completo. Y esta regeneración pasa por cuatro aspectos: 1) desarrollar la capacidad de pensar por uno mismo (en vez de ser pensado por otros); 2) ser capaz de decir lo que se piensa (en vez de dejarlo en manos de los políticos y medios de comunicación); 3) ser respetuoso con lo que piensan los demás (en vez de pensar que no tienen nada interesante que aportarnos); y 4) adoptar una disposición abierta y de ayuda a los demás, empezando por las personas más cercanas y necesitadas.
Alguien podría pensar que esto es utópico. No lo es. No son unos pocos los que así piensan y creo que la regeneración de nuestra sociedad depende de éstos. Lo utópico es pensar que esto es una tarea que concierne fundamentalmente a los políticos. No es así. Existen iniciativas que muestran que el camino a recorrer es otro, como la de cultivar en la ciudadanía el desarrollo de las cuatro mencionadas capacidades. La Fundación Universitas y el GESI surgieron precisamente con este propósito y ha cosechado ya verdaderos ‘brotes verdes’ que presagian tiempos mejores, en los que el pluralismo, el respeto y la democracia sean reales y no mera demagogia o ficción.