Artículo publicado en el diario Las Provincias del domingo 17 de enero del 2016 por Pedro Talavera, Profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia.
“Hace poco, un buen amigo me decía que esos tipos que circulan a cierta velocidad por el carril bici (o por cualquier acera), con auriculares, una mano en el manillar y la vista fija en el móvil que sostienen con la otra mano, mientras se aprestan a cruzar un paso de peatones sin pararse siquiera a mirar el semáforo, son un síntoma, quizá mortal, de las gravísimas disfunciones que aquejan a nuestra sociedad. Y es que, en efecto, la imagen paradigmática del postmoderno ciclista urbano representa la banalización de las dos realidades más esenciales de la existencia humana: el espacio (no hay límites urbanos para la bici) y el tiempo (todo es instantáneo con un smart-phone). Espacio y tiempo se han desvirtuado, han perdido su sentido para el sujeto postmoderno, que ya sólo concibe su existencia desde la ubicuidad y la inmediatez. Me explicaré.
Internet y el correo electrónico han conseguido desvirtuar el sentido del espacio: podemos verlo todo, saberlo todo, hacerlo todo y tenerlo todo sin movernos del sillón de casa. Las comunicaciones tienen carácter inmediato y planetario: el lugar más recóndito, el objeto más extraño o el personaje más famoso están a tan sólo un clik de ordenador. Esto ha ido debilitando nuestra concepción de la vida como un destino, como un itinerario que tiene un comienzo, una dirección y una finalidad, que transcurre, y que culmina cuando se alcanza el objetivo. Sin transcurso no hay culminación (plenitud). Las bicicletas estáticas y las cintas para correr de los gimnasios ejemplifican el paradigma del espacio postmoderno: movimiento sin destino. La vida ha dejado de ser un transcurso hacia un destino y se ha convertido en una espiral, en un continuo comienzo, en un apresurado ajetreo que va de un presente a otro. Pero al carecer de destino, de un ideal que alcanzar, nos hacemos incapaces de perseverar en nada, de concluir y llegar hasta el final de nada. De ahí nuestra permanente y acuciante necesidad de lo nuevo.
Al dejar de entender la vida como transcurso hacia un destino, hemos dejado de concebir el tiempo como duración, de manera que la realidad se ha transformado en el imperio de lo ‘efímero’, en un puro ‘instanteísmo’. No me estoy refiriendo a esa tópica percepción de que el tiempo pasa más deprisa, como si se hubiera ‘acelerado’ debido al ritmo vertiginoso que ha impuesto la tecnología. No es un problema de velocidad; es un problema de sentido de la temporalidad. Concebir el tiempo como ‘duración’, como transcurso, significa concebir la vida como un proceso, como una ‘herencia’ que se recibe del pasado y que debemos convertir en un ‘legado’ para el futuro. La duración otorga a nuestra vida un carácter ‘narrativo’ que nos permite comprenderla en clave de maduración y de ‘proyecto’. Sin embargo, para el sujeto postmoderno la vida ya no es una biografía sino un conglomerado de episodios efímeros, desconectados entre sí, que se suceden unos a otros y que no responden a ningún patrón o hilo conductor. Es una especie de collage existencial que tiene más de álbum fotográfico que de novela con argumento. Hoy ya nadie ‘te cuenta su vida’, se limita a colgar sus vídeos en Youtube y sus fotos en Instagram.
Por otra parte, concebir la temporalidad como ‘duración’ supone comprender que lo valioso está siempre vinculado a lo que permanece, a lo duradero; es decir, precisamente a aquello que consigue superar la fugacidad del ‘ahora’, tanto en lo individual (lo que edifica la personalidad) como en lo social (lo que construye las instituciones). Sin embargo, hoy, lo permanente nos parece esclavizante; solo en lo efímero vemos libertad, por eso pretendemos que nuestra hacer de nuestra vida un presente continuo, una sucesión de ‘ahoras’. Es lo que pasa, por ejemplo, con el matrimonio; que sólo puede concebirse en clave narrativa de destino, como un itinerario vital, un proyecto que debe madurar hasta alcanzar su plenitud. Ahí radica la diferencia de una ‘relación amorosa’ frente a lo que hoy denominamos una ‘relación sentimental’, algo que no tiene proyecto porque está sometido al dictado del sentimiento, que es esencialmente fugaz.
Los acontecimientos, al no estar integrados en un relato vital, resultan efímeros, no dejan huella, son inmediatamente olvidados y sustituidos por el siguiente; de ahí el preocupante incremento de conductas irreflexivas que causan estragos en la vida real de las personas. De ahí también el desconcierto de tantos cuando se les exigen responsabilidades por un twit, una foto o una relación sexual. La idea de que el ayer o el mañana puedan condicionar el hoy resulta inconcebible. En esa línea se reivindica el muy nietzscheano ‘derecho al olvido’. Ser libre significa olvidar, extinguir absolutamente el ayer; es decir, actuar al margen de toda consecuencia improvisando con espontaneidad el siguiente momento.
La vivencia del tiempo como fugacidad obliga a llenar el día con un variadísimo elenco de actividades diferentes, una especie de «zapping» existencial, que hace pasar de una cosa a otra sin perseverancia y sin profundidad. Esto repercute gravemente sobre la formación escolar y universitaria, ya que muy pocos (suelen denominarse frikis) son capaces (o se plantean) concentrarse en exclusiva en su proceso de aprendizaje: actividades deportivas, lúdicas, viajeras, festivas, etc., reciben tanta o más atención que la propia formación intelectual. Esa es la razón por la cual nuestra sociedad valora sobre todo a los ‘genios’ o ‘superdotados’; es decir, a aquellos que pueden realizar tareas complejas sin aparente esfuerzo, sin dedicar el tiempo y la perseverancia que exige adquirir y aplicar conocimientos. Y por eso es frecuente también que muchos padres se quejen, estúpidamente, de que sus hijos son extremadamente inteligentes porque demuestran habilidad para los videojuegos o el manejo de ordenadores, pero que su fracaso escolar se debe a que en el colegio ‘no saben motivarles’.
También el instanteísmo define nuestro modelo económico basado en el consumo desenfrenado. El capitalismo se sostiene sobre la máxima caducidad de los bienes. El crecimiento económico está ligado al uso vertiginoso y fugaz de las cosas. Si de pronto la gente comenzara a conservar y embellecer las cosas, a protegerlas de la caducidad, a conseguir que duren, el actual sistema económico se hundiría. Nuestra receta económica después de la crisis sigue siendo más consumo, más fugacidad. Precisamente por eso, la ‘sostenibilidad’ (palabra de moda en economía) no pasa de ser un señuelo, porque pretende lo imposible: hacer que lo fugaz sea al mismo tiempo duradero.
La supervivencia de nuestra cultura occidental pasa necesariamente por salir del instanteísmo y recuperar el sentido de la duración, de la perdurabilidad. Para eso, como ha dicho Byun-Chun Han, una de las voces más prometedoras de la filosofía alemana actual, es imprescindible la revitalización de la ‘vida contemplativa’, única fuente de la que surge el verdadero pensamiento. Hoy más que nunca se hace imprescindible vivir con sosiego, pensar con calma, mirar despacio, escuchar con atención, llegar hasta el fondo, formarse con profundidad, leer con detenimiento, construir realidades perdurables… El mundo de lo fugaz y de lo efímero no puede acceder a lo verdadero y a lo bello, porque la verdad y la belleza no se manifiestan en el instante, se van desvelando como resultado de la contemplación sosegada y duradera de las cosas”.