Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias del domingo 4 de junio por Miguel Martínez López, Catedrático de Filología Inglesa (Univ. Valencia). Ex-Consejero de Educación del MECD en EE. UU. y Canadá.
«El ‘pacto’ por la educación constituye un permanente trasunto de la batalla ideológico-política de nuestro país; se trata de una suerte de utopía que bien podría convertirse en distopía, en el improbable caso de que llegara a realizarse, si sacrificara principios fundamentales como la libertad. Transferidas las competencias en materia de política económica, monetaria, aduanera, de la competencia, comercial y pesquera a la UE, no sobran ámbitos en los que percibir las diferencias entre las diversas opciones del panorama político español, por lo que resulta comprensible que se planteen diferentes modelos para alcanzar los fines que todos compartimos: equidad y calidad. Sin embargo, el problema surge, con tanta inmediatez como virulencia, cuando se trata de definir o intentar acordar los medios para llegar a ellas.
En las políticas educativas españolas hay, en esencia, dos planteamientos conceptuales esencialmente incompatibles entre sí: por una parte está la visión estatalista, que considera al Estado, central y autonómico, legitimado para conculcar derechos humanos fundamentales de carácter lingüístico, religioso, ideológico, económico… -que giran alrededor del respeto a la libertad individual- con el fin de llevar adelante una determinada agenda, a través de la escuela pública, con una concertada subsidiaria, mientras y donde no pueda la pública asumir la totalidad del sistema. Por otra parte está la visión liberal, que sostiene que la base de todo sistema político debe ser precisamente el máximo respeto a la libertad individual; esta libertad se manifiesta, entre otras, en la libertad de elección de centro educativo. Si bien nadie concebiría en una de nuestras democracias que se obligara a los ciudadanos a adquirir sus alimentos en una única cadena de supermercados, sí que abundan quienes abiertamente manifiestan su propuesta de un sistema de educación estatal único que termina adoctrinando a las nuevas generaciones en unas determinadas ideologías (últimamente ha tocado el turno a las denominadas ‘progresistas’ y ‘de género’, … y, en nuestra Comunidad, además, como se viene haciendo en Cataluña desde hace décadas, republicanas y constructoras de una nueva identidad nacional, al margen de España).
Ambas visiones coinciden en que la educación es uno de los derechos humanos, pero la educación liberal afirma, además, el derecho de los menores a ser educados por sus padres o tutores legales, según sus convicciones y solo subsidiariamente por el Estado, en supuestos tasados. Se trataría, por tanto, de respetar las elecciones educativas de los padres, así como la coexistencia competitiva de diferentes modelos, ni más ni menos que la pluralidad consagrada en el art. 27 de nuestra Constitución. Al Estado correspondería la garantía de financiación, la acreditación de los centros en los que se garantice el aprendizaje y la inspección, que verifique la consecución de unos objetivos básicos comunes, sin entrar a dictar en qué ideología han de formarse las conciencias o cuáles de los diferentes métodos, pedagogías y modelos han de ser utilizados o eliminados.
En este contexto, se antoja tan complicada como necesaria una propuesta de regeneración política que precisamente empiece por sacar la política de los centros escolares; también debería empezar a considerarse seriamente la opción del ‘cheque escolar’ (o un crédito fiscal) que garantice que el gasto per cápita del Estado en educación se distribuya equitativamente entre todos los estudiantes, posibilitando una verdadera libertad de elección. Según datos de Eurostat, el gasto por alumno, por ejemplo, en 2º ciclo de educación secundaria y bachillerato en España, el pasado curso 2015/2016, ascendió a 7.690 euros y en Primaria a 5.767. Si los padres o tutores legales de los menores dispusieran de esa cifra en forma de cheque escolar, podrían acceder al 99% de los centros privados que existen en España. A muchos se antoja absurda la obligación de pagar con impuestos cada plaza pública, dejando al Gobierno de turno el poder de decidir a qué centro han de asistir nuestros hijos, qué y cómo le van a enseñar (todo ello vinculado a un bien raíz a menudo escasamente líquido y perpetuador de diferencias sociales a través de la zonificación obligatoria).
Esta idea no es ni nueva ni revolucionaria, ni debería antojarse anatema, como parece, a las élites políticas y profesionales, la mayoría de las cuales educan a sus hijos seleccionando el centro que creen se adecúa mejor a las necesidades y características de cada estudiante, casi siempre centros privados, liceos, colegios británicos, americanos, alemanes… . Ya el premio Nobel de economía Milton Friedman abogaba por el bono escolar, en 1955, sosteniendo que la iniciativa privada competitiva era probablemente mucho más eficiente para la satisfacción de las demandas sociales en el ámbito de la educación que la gestión gubernamental. Durante años, al principio del presente siglo, he podido verificar in situ este círculo virtuoso “mayor capacidad de elección=mejora del rendimiento” en diversos Estados americanos: Florida, por ejemplo, vio como estudiantes de zonas deprimidas con alto índice de abandono, conseguían sustantivas y rápidas mejoras tras implantar el cheque escolar en el marco de una mayor libertad de elección de centro. En cualquier caso, no se trata de desmantelar el sistema educativo público, sino de fortalecerlo a través del elemento dinamizador y estimulante de la libre competencia, resultante de la cohabitación de distintos modelos, dando a los ciudadanos la capacidad de elección.
Si pudieran eliminarse del debate, o aparcarse, las cuestiones ideológicas, del punto de mira los conciertos y del ánimo de los legisladores los intentos de instrumentalizar políticamente las escuelas, unas pocas medidas fáciles de acordar (por el amplio consenso científico que las avala) producirían en una década una decisiva mejora de nuestro sistema educativo, que ahora languidece, en el puesto 28 de 34 del Índice de Desarrollo Educativo por Países de la OCDE. De entre otras muchas posibles, cinco medidas fundamentales serían:
- Garantizar a todos los escolares dos comidas equilibradas al día en horario escolar, así como una cantidad adecuada de actividad aeróbica; su influencia en el rendimiento escolar y el desarrollo cognitivo están fuera de toda duda.
- Introducir una primera lengua extranjera en educación infantil y una segunda en secundaria, incorporando programas de adquisición integrada de contenidos y lenguas extranjeras (AICLE); esto demora la aparición de enfermedades neurodegenerativas, ahorra ingentes recursos al sistema sanitario, baja la tasa de abandono temprano, aumenta las capacidades intelectuales y mejora la empleabilidad global.
- Programar un horario de ajedrez durante la jornada escolar; este mejora la atención, desarrolla la inteligencia, la capacidad de concentración, la memoria y la sociabilidad.
- Introducir la práctica diaria en clase de un instrumento musical; esta mejora la memoria, la coordinación, el rendimiento académico, las habilidades de lectura, el aprendizaje de lenguas y aumenta la autoestima.
- Integrar, con límites espaciales, temporales e inhibidores de señal wifi, las TIC en el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Si arduo fue el debate del art. 27 de la CE, no menos ardua sería la negociación de este pacto, pero es posible y vale la pena intentarlo, pues no es asunto menor el que está en juego: “la filosofía del aula en una generación será la filosofía del gobierno en la siguiente” (Abraham Lincoln).»