Artículo de opinión publicado el 8 de junio de 2018 en el diario Las Provincias por Pedro Talavera, Profesor Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia.
«Desde hace una década asistimos, algo atónitos, a un fenómeno que está convirtiéndose en paradigma global a la hora de gestionar los enormes retos que hoy tiene planteados nuestra sociedad. Me refiero la victoria de la política ‘emocional’ sobre la política ‘institucional’; el triunfo del impulso sentimental sobre la razón jurídica, fundamentada en la supuesta humanidad de las emociones frente a fría y desalmada legalidad. Las razones del Derecho, esgrimidas a través de una legalidad democrática y de sus legítimas instituciones, aparecen hoy ante una parte no pequeña de la opinión pública como simples imposiciones de una burocracia corrupta que, ávida de poder, pisotea el corazón y los sentimientos del ciudadano, cuya dignidad le exige rebelarse ante tan intolerable atropello. El famoso ‘Indignaos’ de Stephane Hessel fue el primer portillo a través del cual las emociones se introdujeron en la acción política y fueron progresivamente apoderándose de ella. Movimientos ciudadanos que ocupaban las calles en diversos países, desprestigio e incluso desaparición de partidos políticos tradicionales, aparición de líderes carismáticos que abominaban de la ‘vieja política’ empresarios y banqueros, antaño respetados, ahora detenidos, juzgados y encarcelados… Y todo ello gracias a esa nueva política del corazón.
El triunfo de la política sentimental ha ido generalizando una conciencia de que el Derecho y las instituciones, lejos de ser garantía de libertad, justicia, seguridad y paz social, son todo lo contrario: un instrumento de represión de las aspiraciones de progreso de los ciudadanos. Muchos han fundamentado sobre esto su acción política, recuperando la vieja épica revolucionaria de lucha por la libertad frente a la opresión del ‘sistema’. Bajo la consigna de que no hay ley ni institución que pueda oponerse a la voluntad del pueblo se han inflamado los sentimientos de miles de personas –muchas seguramente de buena fe- haciéndoles creer que la realidad puede cambiarse con solo desearlo intensamente y gritarlo en las calles a pleno pulmón. Lo vimos en Grecia en 2015, cuando las manifestaciones en la plaza Sintagma pretendían que no se pagara la deuda. Lo hemos visto en el ‘Brexit’ con la falsa propaganda del UKIP. Lo hemos visto en Estados Unidos con la inflamada retórica de Trump. Lo estamos viendo cada día en Cataluña.
Gustavo Bueno, en un viejo ensayo, hablaba del ‘pensamiento Alicia’, del peligro de aquellos políticos que pretenden cambiar el sentido de la realidad cambiando el lenguaje que la denomina. Ya advirtió Nietzsche que para acabar con Dios había que acabar primero con la gramática. Pero mucho más poderosas que el lenguaje son las emociones. Cuando se apoderan de la acción política, suscitan una especie de catarsis cuya atracción parece irresistible para muchos que, fruto de una preocupante inmadurez, viven instalados en el imperio de lo efímero y piensan que la realidad puede cambiarse ‘mágicamente’ en un instante (hoy la magia está muy de moda) y que ese efecto taumatúrgico se producirá también en sus propias vidas, sustituyendo el implacable ritmo de la cotidianidad por una ilusoria e intemporal experiencia de libertad. Algo que se desvanece con el sencillo amanecer de un nuevo día, que lejos de ser el grandioso y utópico ‘día de mañana’ del revolucionario romántico, es solo el ‘día siguiente’.
La actitud de los dirigentes independentistas catalanes resulta paradigmática al respecto. Tras la aplicación del art. 155 de la Constitución, de la fuga de algunos de ellos, de la encarcelación de otros, de las elecciones del 21 de diciembre y del sainete de la (no) propuesta de un candidato a la presidencia de la Generalitat, su relato político continúa siendo el mismo: el sentimiento del pueblo aplastado por la frialdad opresora del Estado español. Y frente a ese relato emocional resulta inútil invocar el respeto a la realidad institucional de la democracia representativa, el Estado de Derecho y el orden constitucional. La Cataluña independentista continúa instalada en el ‘romanticismo político’, en un movimiento de introversión regresiva dominado por las emociones y absolutamente ajeno a la razón. Sus discursos se componen de una amalgama de pasiones e hipérboles que cantan el coraje de un pueblo oprimido que ha desafiado al Estado todopoderoso. Una épica sentimental nacionalista, que derrama lágrimas por la liberación de sus cadenas y que convoca al pueblo a seguir avanzando, convencido de que las aguas del Mar Rojo, obedientes, se abrirán para allanar su camino hacia la tierra prometida de la República.
Paul Johnson, en su obra Modern Times, recodaba que en la primera guerra mundial los jóvenes británicos, que luego murieron por millares en el Somme, se apuntaban en masa como voluntarios para ir a combatir, porque eso ejercía sobre ellos una irresistible atracción, una especie de sublimación romántica de la realidad, como si ir a una guerra pudiera acelerar el tiempo y la historia y convertirles en protagonistas de una gesta extraordinaria e irrepetible, que dotaría a su existencia de una profundidad y de un valor imposible de encontrar y realizar en la sencilla cotidianidad. Ese efecto catártico es el que abandera hoy la política sentimental y el que moviliza a las masas nacionalistas que gritan en las calles. He ahí la atracción irresistible del abismo, la oportunidad de salir de la pequeña cotidianidad y convertirse en protagonista de un acontecimiento histórico, el vértigo de sentirse parte de algo extraordinario.
El ‘sentimentalismo tóxico’ que asola la política, ampliamente descrito por Manuel Arias en La democracia sentimental, ha producido un gravísimo debilitamiento del discurso racional como fundamento de la actividad pública. Frente a la psicopolítica mesiánica y redentora, la razón jurídica aparece como retrógrada, inmovilista y represora de los grandes ideales de libertad, justicia e igualdad. El sentimentalismo político abomina de la razón y apela a la imaginación para generar expectativas absolutamente irrazonables que invitan a derrocar el marco legal que supuestamente las constriñe (proponer la despenalización de la venta ambulante de productos falsificados es el epítome de tal sinsentido). Se pretende generar un permanente ‘estado de excepción emocional’ asegurando que, a través de la política, se puede alcanzar no solo el completo bienestar sino algo emocionalmente más atractivo: la verdadera felicidad. Y puede alcanzarse no ya en un incierto futuro (como prometía el marxismo) sino mañana mismo. Se trata de una nueva relectura de Maquiavelo a la luz del nihilismo postmoderno, que hoy propondría como lema: “para alcanzar el poder, el político deberá suscitar las emociones contradiciendo siempre la razón”. Y es que, dominados como estamos por el espejismo de la realidad virtual, el realismo de lo razonable resulta cansino y deprimente, mientras que la irreal expectativa fantasiosa resulta excitante y despierta las pasiones.
Habermas, en El discurso filosófico de la modernidad, denostaba el ‘romanticismo político’ y su colonización de la esfera pública, debido a su peligrosa y deletérea exaltación de lo extraordinario en detrimento de lo cotidiano y por su desprecio de la razón jurídica en beneficio de la razón poética. Y el filósofo alemán concluía lúcidamente afirmando lo que, a mi juicio, resulta imprescindible para recuperar el verdadero sentido de la acción política: devolver el romanticismo a su esfera propia que es el arte, un espacio donde la subjetividad del rebelde sentimental puede experimentar consigo mismo sin provocar la destructiva confusión de la estética con la política.»