Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 4 diciembre 2011.
Terrorismo y derechos fundamentales
Por Aniceto Masferrer. Profesor Titular de Historia del Derecho. Universitat de València.
Se ha cumplido ya el 10º aniversario del conocido múltiple atentado terrorista en EEUU, el cual, dejando estremecido al mundo entero, cambió el orden político internacional. En efecto, los ataques terroristas del 11/S de 2001 llevaron consigo un cambio de dirección en las prioridades de los sistemas penales del mundo Occidental. Se ha llegado a afirmar que tales actos terroristas, así como los acontecidos en Madrid, en el 11/M de 2004, y en Londres, en julio de 2005, constituyen una amenaza a la vida y a la convivencia de los países democráticos. En este sentido, el debate surgido tras el 11/S en torno a la expansión del poder del Estado en la lucha contra el terrorismo ha desembocado en una falsa -o falaz- dicotomía sobre la primacía entre el principio de seguridad y el de la libertad o derechos fundamentales del individuo.
Resulta innegable la existencia de un rasgo característico del actual discurso político y académico con respecto a la estrategia y legislación antiterrorista surgida tras el 11 de septiembre: el de plantearse la conveniencia de restringir los derechos y libertades fundamentales en la lucha contra el terrorismo internacional de una forma efectiva.
Según el parecer de algunos, nada debiera impedir tal restricción de derechos, habida cuenta de que lo que está en juego es precisamente la democracia liberal, la cual constituye -a su juicio- el principal motivo, objetivo y enemigo de cualquier terrorista. En esta línea, no cabría admitir que los mismos mecanismos que protegen al individuo del poder excesivo del Estado dificultaran -o imposibilitaran- luego al Gobierno responder de forma efectiva a la amenaza terrorista. Según este planteamiento, pues, las libertades civiles y los derechos humanos no serían otra cosa que una mera conveniencia política para su disfrute tan sólo en tiempos de bonanza.
Según el parecer de otros, es precisamente en los tiempos de crisis cuando el Estado democrático debiera adherirse de manera estricta a sus genuinos principios. En esta línea, los derechos fundamentales perderían todo su efecto si fueran revocables en situaciones críticas o de necesidad. Además, sostener que resulta necesario privar a los individuos de sus derechos y libertades para mantener la seguridad significaría situar al Estado al nivel de los terroristas, para quienes el fin justifica los medios. En este sentido, se ha señalado la falsedad de pensar que la restricción de los derechos fundamentales constituye un requisito para fortalecer al Estado en la lucha contra el terrorismo. Y aunque pudiera ser cierto, en ese caso no cabría olvidar que tal opción también desembocaría ineludiblemente en la falta de seguridad del ciudadano frente al Estado.
En definitiva, la controversia en torno a la supuesta dicotomía o difícil equilibrio entre la seguridad y la protección de los derechos fundamentales en la lucha contra el terrorismo concierne a la clásica cuestión de los límites del poder del Estado frente al individuo, esto es, a sus derechos fundamentales que ya fueron reivindicados intelectualmente por la Escuela de Salamanca (Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, etc.), en el siglo XVI, en el contexto del descubrimiento y colonización de América, y conquistados políticamente como consecuencia de la caída de los regímenes absolutistas y la instauración del Estado liberal desde finales del siglo XVIII – primera mitad del siglo XIX. Con el advenimiento del régimen político liberal se inició el constitucionalismo moderno, merced al cual la soberanía del Estado residía en la nación, el Estado quedaba sometido al Derecho, y su poder limitado, tanto por la mera separación o división de las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, como por el reconocimiento a los individuos de unos derechos fundamentales, cuya protección y salvaguarda constituía la raison d’être del mismo Estado: «El objetivo de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre» (art. 2 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 1789).
Pese a ello, no pocos estudiosos sostienen que la situación que se ha creado tras los mencionados atentados terroristas muestra una involución o retroceso histórico al haberse introducido medidas legales que implican una restricción de los derechos fundamentales y de las libertades públicas de los ciudadanos, patentes tanto en el ordenamiento penal sustantivo como en el procesal-penal. En el ámbito penal, por ejemplo, el art. 578 del Código penal castiga la apología del terrorismo al tipificar las conductas consistentes en enaltecer o justificar los delitos comprendidos en los arts. 571 a 577 CP o de quienes hayan participado en su ejecución. De este modo, el legislador criminaliza aquel pensamiento que exalta o justifica la violencia como medio de lucha política, sancionando la disidencia política públicamente manifestada y poniendo en entredicho la libertad de expresión. Por otra parte, en diciembre de 2010 entró en vigor la reforma operada en el Código penal español, merced a la cual el legislador español declaró imprescriptibles aquellos delitos de terrorismo en los que se hubiera provocado una muerte, así como las penas impuestas a los mismos. Imprescriptibilidad que, hasta entonces, constituía un rasgo propio de la regulación legal de los delitos de genocidio, de lesa humanidad y de los crímenes de guerra, como medida adicional del Derecho Penal Internacional para acabar con la impunidad en tales supuestos.
En el ámbito procesal-penal, algunos autores denuncian una deriva de la idea de ‘protección’ hacia la de ‘seguridad’, en especial la del Estado, y, al mismo tiempo, la renuncia de la ciudadanía a la vigencia de algunos aspectos esenciales de los derechos humanos para eliminar la amenaza terrorista. Aparece, en este contexto, un supuesto ‘derecho a la seguridad’, que origina la distinción entre un ‘Derecho penal del ciudadano’ y un ‘Derecho penal del enemigo’, que es quien voluntariamente se sitúa fuera del ordenamiento jurídico de forma permanente y grave. Una concepción que, desde la perspectiva procesal, supone una disminución progresiva de las garantías procesales, que termina conduciendo a lo que se puede denominar un ‘Derecho procesal del enemigo’.
Conviene analizar, pues, si caben esas restricciones de derechos y libertades, y respecto a qué clase de derechos, cómo pueden adoptarse y con qué alcance. Es cierto que las limitaciones de los derechos en general son siempre posibles y, particularmente, la de los derechos humanos que están en juego en esta materia -como la vida, la inviolabilidad del domicilio, el secreto de las comunicaciones, etc.-, reguladas en los convenios internacionales y en las constituciones políticas. Ahora bien, solamente pueden producirse en los supuestos allí contemplados, y de acuerdo con los procedimientos regulados en esas normas, aunque resulta ciertamente complejo concretar el alcance de la limitación y su aplicación práctica. En concreto, resulta sorprendente que se haya renunciado al control parlamentario establecido en el artículo 55.2 de la Constitución y, por ende, al carácter temporal -excepcional- de las medidas adoptadas, otorgándoles un status ‘ordinario’ que no se corresponde con la intensidad de las mismas, en cuanto a la afectación de derechos. Por otra parte, todas aquellas disposiciones en las que se otorga competencia a una autoridad distinta de la judicial para la adopción de una medida limitadora de un derecho fundamental -como los casos de los registros domiciliarios del artículo 553 LECrim o las intervenciones de comunicaciones del artículo 579.4 LECrim-, constituyen lamentables manifestaciones de un ‘derecho procesal del enemigo’, según el cual se antepone la eficacia de la medida a las garantías que deben rodearla.
También constituyen expresiones de este ‘derecho penal del enemigo’ las diversas medidas adoptadas en las sucesivas reformas de la Ley Orgánica de responsabilidad penal del menor, aplicables no sólo a los menores a los que se les imputan actos terroristas, sino a todos. En particular, la ampliación de los supuestos de internamiento cerrado, la supresión definitiva de un tratamiento diferenciado para los menores entre los 18 y 21 años, o la ampliación de los supuestos de adopción de las medidas cautelares, así como de su duración, entre otras, constituyen manifestaciones de la primacía de la seguridad sobre la protección de los derechos fundamentales en la lucha contra el terrorismo.