Por Juan Alfredo Obarrio Moreno. Catedrático de Derecho romano (Univ. de Valencia).
«Casi dos siglos han pasado desde que Charles Dickens escribiera el inicio de su novela Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”. ¿Exageramos si sostenemos que sus palabras poseen aún más vigencia que cuando fueron escritas? Los hechos, siempre tozudos, nos inclinan a pensar que no. Veamos si somos capaces de razonarlo.
Desde bien joven he tenido siempre presente la afirmación de Sartre: “Queremos la libertad por la libertad”, entendida como un bien que permite que el ser humano no sea una masa uniforme, jerarquizada y acrítica, un peligro del que ya avisaba Stuart Mill en su obra Sobre la libertad. A lo largo de sus bien argumentadas páginas, se nos invita a no convertirnos en una masa carente de originalidad, de ahí que sostuviera que los individuos no deben ser “cohibidos, sino incitados a actuar de manera diferente que la masa […] Precisamente porque la tiranía de la opinión es tal que hace de la excentricidad un reproche, es deseable a fin de quebrar esa tiranía, que haya gente excéntrica. […] El mayor peligro de nuestro tiempo se muestra bien en el escaso número de personas que se deciden a ser excéntricas”.
Los años me han enseñado que la época en la que nos ha tocado vivir nos condiciona. Unas veces para liberarnos; otras, para constreñirnos; y en no pocas ocasiones, para violentarnos. Se puede pensar, y hay quien lo afirma, que lo ideal sería que esta no condicione nuestra forma de ver y deliberar. Qué fácil es decirlo, escribirlo o meditarlo, pero qué difícil resulta ser fiel a uno mismo cuando el ambiente no es propicio para la libertad de pensamiento o para la integridad de las conciencias y de las personas.
¿Podemos afirmar que se ha impuesto un pensamiento único que determina y encorseta nuestra forma de ver el mundo? No albergo la menor duda al respecto. No puedo aseverar que sea la obra de un determinado gobierno, entidad o individuo, pero sí advierto ese despotismo del que hablaba Kant, de un monopolio de la verdad y de los valores por parte del Estado, que hoy se halla más presente, si cabe, que cuando Kant lo imaginó, probablemente, durante alguno de sus invariables paseos por su entrañable Könisberg.
Sé que me muevo en arenas movedizas. Sé que escribir estas palabras no es políticamente correcto. Sé que no me va a granjear el beneplácito de la comunidad académica. Sé que algún lector discrepará abiertamente. Está en su derecho. El mío consiste en pensar en libertad y en escribir con honestidad. Diría más: mi deber como profesor universitario me obliga, en conciencia, a no caer en esa estéril y funesta equidistancia, pero, sobre todo, a no aceptar que los recodos y los pliegues más recónditos de mi ser puedan verse “colonizados” por pensamientos, doctrinas y visiones que, por herméticas, no comparto, porque una cosa es acatar y aplicar la ley, y otra muy distinta es aceptarla sumisamente, sin discrepancia alguna.
Si vivimos en la arcadia feliz que pregonan los prebostes del poder, me pregunto: ¿por qué se criminaliza el disenso? ¿Por qué se vilipendia a quien no comparte los cánones que se nos quieren imponer por el llamado “pensamiento único”? ¿Por qué se cuestiona el ideal kantiano de la autonomía moral del yo? ¿Por qué se subvierten principios procesales como la presunción de inocencia en beneficio de la discriminación positiva? [¿desde cuándo una discriminación ha sido positiva?] ¿No son estos unos rasgos que nos incardinan hacia un nuevo tipo de totalitarismo? Llámese Posverdad, Posmodernidad o Nuevo Orden. No nos engañemos: es la mentira de toda la vida. Más sutil. Pero, por sutil, más perversa.
Afortunadamente, mi voz no es una palabra que clame en el desierto. El 7 de julio de 2020 ciento cincuenta escritores, artistas e intelectuales, encuadrados dentro del ámbito de la izquierda, firmaron un manifiesto en la revista Harper’s contra la dictadura de lo políticamente correcto, al que se ha unido un nutrido elenco de intelectuales españoles. Todos ellos expresaban su preocupación por la “intolerancia hacia las perspectivas opuestas, la moda de la humillación pública y el ostracismo” que está ganando fuerza en EE.UU., incluido el lado más progresista del espectro político.
No somos Edipo Rey. No tenemos el propósito de dar solución al enigma de nuestro tiempo. Pero nuestro compromiso con la libertad y los derechos humanos nos lleva a no caer en la equidistancia, porque la lucha por la libertad del pensamiento es la gran herencia que pretendo inculcar a mis alumnos, a los que intento hacerles ver que no cabe otra contienda más digna y más necesaria que la que se libra contra el despotismo, la intolerancia y la coacción, porque si el pensamiento acrítico triunfa, el hombre, al que se le ha sustraído “el cielo estrellado sobre sí y la ley moral sobre sí” (Kant), solo podrá emanciparse si está preparado para desafiar a una autoridad –inviolable y destructiva– que es incapaz de otorgar esperanza y equilibrio al ser humano.
Pero queda una salida. Una única salida. Nos la propicia Percy, el personaje de Enrique IV, quien no duda en afirmar: “Di la verdad y avergüenza al diablo”. ¿Te atreves?»