UNA BALANZA BAJO EL BRAZO

UNA BALANZA BAJO EL BRAZO

Artículo publicado en el diario Las Provincias del domingo 28 de agosto del 2016 por Carmelo Paradinas,Abogado.

“Hace días, en un restaurante, observé a un chaval de unos diez años que con otros dos hermanos mayores que él, sus padres y sus abuelos, ocupaban una mesa contigua a la mía. Su conducta me llamó la atención. El aspecto del niño era de total normalidad, incluso daba la sensación de ser inteligente, pero apenas hablaba y hubiera parecido ajeno a la reunión si no hubiera yo detectado la gran atención con que escuchaba a los demás y, sobre todo, si no hubiera captado algunas de sus escasas intervenciones, llenas de argumentos muy lógicos, acaso demasiado lógicos para su edad. Todas ellas fueron para rectificar o corregir a los demás -hermanos, padres o abuelos, indistintamente-. Lo hacía con cierta agresividad, como quien se dirige a personas de inferior capacidad intelectual. Comprendí que la atención con que escuchaba a los demás no era tal; estaba al acecho, como un depredador, esperando que alguien le diera motivos para expresar su disconformidad. Sus familiares, que en ningún momento le llevaban la contraria, evidentemente aceptaban aquello más de forma convencional que por plena aceptación. Era una situación curiosa.

A pesar de lo que afirma el dicho popular, yo no he conocido, ni sé de nadie que lo haya hecho, a ningún crío que haya venido al mundo con un pan bajo el brazo. Sí he conocido a muchos, en cambio, que vienen con una balanza. De momento, claro está, no se ve, pero no tarda demasiado en manifestarse. Son esos niños -como mi vecino del restaurante- que se dice juiciosos, observadores. Mientras los demás son bulliciosos y hacen trastadas, ellos son capaces de pasar desapercibidos durante horas en un rincón, con la sola compañía de un papel y un lápiz. Niños de aspecto triste, meditabundo, que desconciertan al más pintado con sus preguntas sobre el porqué y el para qué de las cosas y, sobre todo, con sus precoces juicios de valor: «eso yo no me lo creo»,  «eso está mal hecho», «eso no es así», «él tiene razón, tú no», «te equivocas»… Son niños que, para su suerte o su desgracia, han venido al mundo con una balanza bajo el brazo. Una balanza de precisión, por más señas, que les acompañará mientras vivan.

Si estas personas, una vez alcanzada ya la edad adulta, no se esfuerzan por mantener en una discreta sombra su condición, la gente huirá de ellos por insoportables. Y, lo que es peor, acabarán siendo ellos mismos esclavos de la dichosa balanza.

Por supuesto, es imprescindible que las personas tengamos un recto criterio sobre lo que está bien o no lo está. Vivimos unos tiempos confusos, ya que hay quienes se esfuerzan, con aviesas intenciones, en desdibujar la frontera entre el bien y el mal. Todos, con balanza «natalicia» o sin ella, hemos de esforzarnos en delimitar esa frontera y dar claro testimonio de lo que es correcto y lo que no lo es. Pero eso no justifica, en modo alguno, la deformación de pretender medir, pesar y someter a severo juicio incluso los aspectos más intranscendentes  de la existencia, propia o ajena.

Psiquiatras y psicólogos tienen nombres para esta evidente deformación psíquica. Quienes la padecen acaban perdiendo, si alguna vez lo tuvieron, el justo equilibrio en sus juicios. Sus constantes pesajes, mediciones y evaluaciones les ciegan a la realidad de que en la vida pocas cosas son radicalmente blancas o negras. Existe una inmensa variedad de grises intermedios que son tan válidos como los radicales  «blanco» y «negro» del extremista evaluador.

Dios no nos ha dado la vida para que nos la amarguemos con constantes evaluaciones. He leído hace unos días que los niños son felices porque, en el «disco duro» de su cerebro, aun no se ha instalado un archivo titulado «Relación de todas las cosas que pueden ir mal». Acertado comentario. Los  niños de la balanza ya vienen al mundo con ese archivo básicamente instalado; por supuesto, lo irán aumentando con el tiempo, pero instalado, lo traen. Por eso tienen aspecto triste y, ya de adultos, son individuos picajosos de los que huye la gente.

Porque lo primero que ha de aprender quien al nacer recibe una de estas balanzas, es cuándo debe utilizarla y cuándo, como la famosa arpa de Bécquer, debe quedar en un rincón oscuro, «olvidada y cubierta de polvo».»