Por Aniceto Masferrer. Catedrático de Historia del Derecho (Univ. Valencia)
«Descubrir mi vocación docente –hace ya tres décadas– fue una de las experiencias más bellas y decisivas de mi vida. Quien así se siente, jamás piensa que lo conoce ya todo, ni se ve mejor que sus colegas, porque sabe que la cumplida realización de esa tarea excede sus propias fuerzas. Conozco las deficiencias del sistema universitario, así como las carencias de los estudiantes de hoy, consecuencia de una educación que no fomenta el gusto por la lectura y la escritura, ni enseña a pensar por uno mismo y a expresarse en público, ni potencia la memoria, imprescindible para argumentar, razonar y relacionar realidades e ideas diversas. El docente universitario no es necesariamente un psicólogo ni debe ejercer como tal, pero le conviene conocer bien su auditorio si quiere enseñar o dialogar, porque el binomio enseñanza-aprendizaje se sustenta en una actividad dialógica: el docente no logra enseñar si el estudiante no quiere aprender. Mi experiencia docente me ha demostrado que existen cinco claves fundamentales que permiten superar las actuales carencias del estudiante.
La primera clave es la ilusión y su contagio. Es cierto que la generación actual refleja una cierta desgana o hastío, quizá por tenerlo todo sin esfuerzo alguno o por haber podido gozar de muchas experiencias a una edad muy temprana. Sin embargo, mantienen la capacidad de ilusionarse y distinguen con facilidad entre aquellos docentes que enseñan con ilusión y los que no, entre aquellos que imparten sus asignaturas con cierta frialdad y aquellos que lo hacen con interés e incluso con pasión. El docente que imparte sus clases con pasión suele contagiar a una buena parte de sus estudiantes, quienes, a su vez, contagian a otros. Que los estudiantes se dejan contagiar por la ilusión y la pasión del docente no es una teoría, sino una realidad, un hecho de experiencia.
La segunda es la búsqueda del sentido de la realidad y el afán por conocer. No hay empresa más difícil –por no decir imposible– que la de estudiar algo sin haber despertado el interés o sin haber sentido la necesidad de conocerlo. Afirmaba Ortega y Gasset que “enseñar no es primaria y fundamentalmente sino enseñar la necesidad de una ciencia y no enseñar la ciencia cuya necesidad sea imposible de hacer sentir al estudiante”. El estudiante detesta tener que estudiar realidades, problemas o procesos cuyo sentido no comprende o se le escapan por completo. El docente debe empezar por ahí y permanecer ahí hasta que no haya logrado transmitir a sus estudiantes el sentido de su asignatura en general, así como de cada lección en particular.
La tercera es la actitud cercana y humilde, junto con el refuerzo de la estima y de la autoridad. Los estudiantes suelen ser conscientes de su escasa formación. Piensan –simplificando un poco– que sus conocimientos son muy escasos y que su profesor lo sabe casi todo. Esta mentalidad condiciona la relación docente-discente, alejando a quienes necesitan cercanía para dialogar. De ahí que el estudiante tienda a adoptar una actitud pasiva y evite intervenir: le da vergüenza decir algo o dar su parecer ante alguien que, dotado de conocimiento, pueda descubrir el alcance de su ignorancia. Dejar al descubierto su ignorancia les produce una humillación análoga a la que sentiría cualquiera que se quedara físicamente desnudo ante una persona extraña. No se interviene a fin de salvaguardar el pudor y el buen nombre. El docente tiene que salir al paso de este error, promoviendo el diálogo –la enseñanza es un diálogo entre docente y discente–, sin pretender ocultar la verdad de que, en efecto, él sabe más que el estudiante. Superar esta actitud preventiva, distante y pasiva del estudiante es posible si el docente adopta una doble toma de conciencia:
En primer lugar, ser consciente de que también él, pese a haber estudiado mucho un campo de la realidad, no es capaz de abarcarlo en toda su complejidad, y de que podría conocerlo aún mejor; idea perfectamente sintetizada en la famosa afirmación socrática de ‘sólo sé que no sé nada’, así como en la célebre frase de Benjamin Franklin: “El que se enorgullece de sus conocimientos es como si estuviera ciego en plena luz”; y, en segundo lugar, ser consciente de que muchos de los estudiantes a los que enseña serán, el día de mañana, mejores profesionales que él/ella; en otras palabras, el docente, sin cerrar los ojos a la realidad presente de sus estudiantes (con sus carencias y dificultades), debe tratar de mirarlos –admirarlos y tratarlos– por lo que pueden llegar a ser, conscientes de que esto último depende, en buena medida, de su labor docente. De ahí la certera afirmación del poeta Hesíodo: “la educación ayuda a la persona a aprender a ser lo que es capaz de ser [en el futuro]”, y no tan sólo a aprender lo que se es [en el presente]. El buen docente, consciente de esa ‘realidad total’ (biografía) –y no tan sólo de la ‘realidad parcial’ (tiempo presente)–, adopta una actitud cercana y humilde que facilita su relación con los estudiantes, de quienes se gana la estima, reforzando al mismo tiempo su autoridad.
La cuarta clave es la confianza y el afán por corresponder. Confiar –o creer– en una persona constituye una notable muestra de sincero aprecio y estima. Con razón se ha afirmado que “la enseñanza que deja huella no es la que se hace de cabeza a cabeza, sino de corazón a corazón” (Howard G. Hendricks). El paso del tiempo no logra borrar de la memoria aquellas personas que, al pasar por nuestra vida, creyeron en nosotros. Los estudiantes captan perfectamente este mensaje: detectan de inmediato a qué profesor importan y a cuál no, qué profesor cree en ellos (esto es, que están convencidos de que pueden llegar a ser buenos estudiantes y profesionales), y qué otro no espera gran cosa de ellos. También entienden perfectamente que el buen profesor es exigente con los estudiantes (y puede hacerlo porque también él se exige a sí mismo), y que la falta de exigencia de un profesor puede deberse a que poco espera de sus estudiantes. El ‘Efecto Pigmalión’ muestra que cuando los estudiantes perciben que su profesor confía en ellos, rinden más porque responden positivamente a sus gestos (empatía, sonrisa, elogios, etc.): se crea un clima emocional más cercano, se enseña más materia, hay más preguntas y se genera un diálogo entre el docente y sus discentes. El profesor que, en su relación con los estudiantes, muestra la tríada ‘estima–confianza–exigencia’ suele motivar, estimulando en ellos un notable afán de correspondencia que facilita el diálogo enseñanza-aprendizaje.
Y la quinta clave se refiere a un método docente que estimule y promueva el afán de superación. De poco serviría que el docente lograra contagiar su ilusión a los estudiantes, hacerles ver el sentido de la asignatura, ser una persona cercana y humilde, y dar pruebas palpables de su confianza hacia ellos, si luego, a lo largo del curso, no empleara una buena metodología con retos asequibles, planteados semana a semana, que estimularan y fomentaran en el estudiante su afán de superación. Cada sesión de clase debe ser un reto para el estudiante, una oportunidad de mejora (imposible sin la contribución del docente en clase), una ocasión para salir del anonimato y reafirmar la dimensión personal de todo proceso de aprendizaje.
Un docente toca el cielo en el desempeño de su quehacer cuando siente tanta pasión por lo que enseña como sincero afecto hacia quienes enseña. En sus Diálogos, Platón presenta a Sócrates como seductor, amado y amante. El pensamiento avanza bajo el impulso del Eros, sin el cual pierde toda su vitalidad (Byung-Chul Han). A mí me resulta mucho más gratificante una buena clase que publicar un buen artículo en una prestigiosa revista, probablemente porque un solo rostro humano –el que sea– es más bello y digno de ser amado que todos los misterios de este mundo y del universo entero.»