Democracia, ética y libertad de expresión.
Aniceto Masferrer (Profesor titular de Historia del Derecho. Universitat de València).
El revuelo surgido con motivo de las -reales o supuestas- afirmaciones de la Reina en las que expresa su parecer en torno a diversas cuestiones de orden social, ético y jurídico me ha hecho reflexionar, al tiempo que me ha traído a la memoria un suceso acontecido hace no mucho. Asistiendo a un curso dirigido a profesores de universidad, me dejó un tanto perplejo un comentario del insigne académico que lo estaba impartiendo. Hablando sobre competencias en el quehacer docente, nos encarecía a estar preparados para cualquier evento que pudiera acontecer en las aulas: «Imagínense que están impartiendo clase en la Facultad de Pedagogía y un estudiante interviene en clase mostrando su disconformidad con que sus hijos tengan que compartir aula con inmigrantes y gente de color. No sé qué harían ustedes -comentó-, pero yo le expulsaría de clase y no le permitiría entrar de nuevo hasta que no cambiara de parecer, pues una opinión de este tipo va contra la ética, la democracia y la ciudadanía».
Ciertamente, no comparto yo el parecer de este hipotético estudiante, pero tampoco me siento identificado con el de mi colega. No me parece que sea éste el modo de proceder ni de afrontar la disparidad de opiniones en un mundo plural como en el que vivimos, y menos que esto se haga al amparo de un supuesto código ético, democrático y de ciudadanía, cuyo fundamento no sea otro que el de la supuesta opinión de una mayoría. ¿Qué ocurrirá el día en que la mayoría sostenga que los más desfavorecidos son un estorbo? ¿O que no es prudente tener más de un concreto número de hijos? ¿O que no es ético expresar la disconformidad con respecto a una corriente presentada como moderna por los medios y la clase política? A este hipotético estudiante yo le hubiera agradecido la pregunta, al tiempo que le hubiera felicitado por tener la gallardía de pensar y expresarse públicamente -en un tono respetuoso- en contra de lo políticamente correcto. A partir de aquí, hubiera procurado suscitar la reflexión, el análisis y la discusión entre los demás estudiantes, proporcionándoles finalmente las razones por las que no comparto el parecer de quien había planteado la cuestión.
A partir del siglo XVII -y hasta el siglo XX- tuvo lugar la sustitución de un referente previo, objetivo e inamovible, el Derecho natural (al que las leyes civiles debían someterse), por otro inexistente, subjetivo y movedizo, pero avalado por el consenso democrático. No soy contrario a la democracia, sino un enamorado de ella. Pero al igual que no se somete al consenso democrático la ley de la gravedad o el teorema de Pitágoras, me parece ridículo que algo tan serio como los derechos y libertades fundamentales encuentren en la democracia su principal -y en ocasiones, exclusiva- fuente legitimadora. No creo que nadie piense que tiene derecho a la vida porque así lo opina la mayoría, ni que goce de la libertad de expresión gracias al consenso democrático. Si así fuera -y eso parecen pretender algunos-, no les quepa duda de que los derechos y libertades se convertirán bien pronto en una merienda de negros, en la que predominarán los medios de comunicación, los lobbies y la clase política.
Curiosamente, ahora que el consenso democrático parece constituir el fundamento del orden jurídico-político, y a falta de otra fuente legitimadora del orden social, el aspecto ético o moral está resurgiendo con fuerza inusitada, empleándose frecuentemente en el ámbito mediático, político e incluso académico. Basta consultar brevemente la prensa o escuchar la radio para constatar el recurrido argumento a lo que es ético y a lo que no lo es, a lo que constituye un ejemplo de moralidad y a lo que constituye una barbarie moral. Estadistas, políticos, juristas, académicos y demás profesionales esgrimen el argumento ético sin el menor reparo, negando al mismo tiempo la existencia de una moral universal y válida para todos. Se trata de una ética efímera que, careciendo de otro fundamento que el respaldo de una supuesta mayoría, debe gozar, por este motivo, de una legitimidad indiscutible. De ahí que no quepa admitir discrepancia ni discusión alguna al respecto. Quien no comparta esta ética ciudadana queda automáticamente excluido de este constructivo consenso democrático, como expulsado de clase hubiera quedado el estudiante al que se le hubiera ocurrido realizar la citada hipotética -impertinente e inadmisible- pregunta.
Resulta, cuando menos, sorprendente que, tras siglos de esfuerzos científicos encaminados a separar el Derecho de la moral y el orden político-social del ético, resurja ahora con más fuerza que nunca el argumento ético que, desprovisto de otro fundamento y anclaje que el democrático, resulta menos respetuoso y más intransigente que el esgrimido antaño por aquel Derecho natural del que, teóricamente, nadie debía considerarse dueño ni portador, ni menos servirse de él en provecho propio.
Artículo Publicado en «El Levante», el 10 de noviembre de 2008.