La tolerancia secuestrada

Home / Articulos de opinión GESI / La tolerancia secuestrada

Publicado en el diario Las Provincias. Domingo 18 abril 2010.

La tolerancia secuestrada
Juan Alfredo Obarrio. Profesor de Derecho Romano. Universitat de València.

El problema de la verdad es un desafío que parece sin respuesta en un tiempo de relativismo y de escepticismo radical como es el nuestro, donde el desdén por la ética y el fervor por un laicismo jacobino han propiciado la falta de reconocimiento de las raíces cristianas de Europa, hasta negar lo que T.S Eliot sostenía en ‘La unidad de la cultura europea’: «Todo nuestro pensamiento adquiere significado por los antecedentes cristianos. Un europeo puede no creer en la verdad de la fe cristiana, pero todo lo que dice, crea y hace, surge de su herencia cultural cristiana, y sólo adquiere significado en su relación a esa herencia. Si el cristianismo desaparece, toda nuestra cultura desaparecerá con él». Argumentaciones como ésta llevaron a afirmar a un pensador secundario como Gramsci -pero de gran influencia en nuestra clase dirigente- que sólo podía triunfar el marxismo si desaparecía el cristianismo y, con él, la primacía de la ideología sobre la verdad.

Sin duda alguna, los viejos principios de la Ilustración se han ido imponiendo: la exclusividad del conocimiento empírico, la búsqueda del paraíso terrenal, el deísmo o la autonomía de la moral subjetiva vienen a prevalecer sobre la ley natural o el conocimiento trascendente, aquel que nos sugiere que no es la libertad la que nos libera, sino la verdad buscada libremente, la misma que llevó a sostener a Habermas, en su obra ‘Tiempo de cambio’, que es el cristianismo, y no otra religión, el fundamento de la libertad, de la conciencia, de los derechos del hombre, de la democracia y de los cimientos de la cultura Occidental. «Tomar una conciencia cada vez más clara de nuestras raíces judeo-cristianas, no sólo no es un obstáculo al intercambio cultural sino que es lo que lo hace posible», concluye.

Aunque sorprendente, una visión no muy distinta a la recogida en estas líneas la hallamos en las palabras vertidas por José Luis Rodríguez Zapatero en el prólogo al libro ‘Tender puentes: PSOE y mundo cristiano’: «Esta es la tarea pendiente: sustituir la negación del valor de lo religioso o una actitud de indiferencia, por un reconocimiento y valoración positiva del mismo» y en la que se llega a sostener que «La creencia religiosa no es ajena a la esfera pública. Efectivamente, esta tarea fue puesta en marcha por los fundadores o, si se prefiere, por los iniciadores de la nueva Europa: De Gasperi, Monnet, Schuman o Adenauer, una generación de políticos cristianos que impusieron una mirada nueva a la Europa del nihilismo, y que llevó a sentenciar a Robert Schuman: «La libertad asusta cuando se ha perdido la costumbre de utilizarla», y se pierde cuando los ciudadanos nos callamos ante los intentos deliberados por ocultar una verdad adquirida tras una experiencia milenaria, la misma que -en palabras de García Cortazar- nos ayuda a escapar de la vanidad nacional, del provincianismo forzoso o de la inanidad educativa que desgraciadamente padecemos.

Por esta razón resulta paradójico ver cómo en la era de la memoria histórica se excluye de la Constitución Europea toda mención del Ethos cristiano, de las raíces en las que hemos crecido, para sacralizar, como recta razón, aquella que es de continuo corregida, para ensalzar la conciencia individual, como si ésta fuera la fuente de la moral y no el instrumento para buscar la verdad moral, o para trivializar todo intento por buscar una verdad última. Se está ignorando que, con su ostracismo, se cimentó la era del totalitarismo, al sostener que sin la existencia de una verdad objetiva, cada individuo estaba legitimado para imponer su libertad.

Esta situación, como la feroz campaña que está sufriendo Benedicto XVI -la que nunca padecerá el director de ‘El Pianista’-, no tiene en modo alguno que desanimar a los católicos, sino que debe servir de orientación y estímulo para una mayor y más vigorosa participación en la vida pública, porque, como sostuvo Juan Pablo II en una carta a los obispos franceses: «Bien comprendido, el principio de laicidad, muy arraigado en vuestro país, pertenece también a la doctrina social de la Iglesia. Recuerda la necesidad de una justa separación de poderes, haciéndose eco de la invitación de Cristo a sus discípulos: Dad al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios»; por lo que los católicos, como afirmara K. Popper en su libro ‘La sociedad abierta y sus enemigos’, «debemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho de no tolerar a los intolerantes», o, como hiciera con mayor ironía Luis Buñuel, a quejarnos de vivir en una época en la que ni siquiera el artista pudo ser sacrílego porque se ha desdibujado todo lo sagrado.

GESI-Universitas