Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 6 enero 2013
Menos política y más sociedad civil
Por Aniceto Masferrer. Profesor titular de Historia del Derecho. Universitat de València.
Es innegable que los ya más de cinco años de crisis económica han servido para desgastar una clase política que apenas goza de credibilidad ante la opinión pública de este país. Parece extendida la opinión de que los políticos son parte importante del problema y no de la solución.
Pienso que la clase política ha sido, en buena medida, la causante de una crisis cuya solución pasaría por desandar lo andado: reducir el Estado y la Administración, simplificar los procedimientos, desreglamentar diversos ámbitos de la vida social, prescindir de la mayoría de los organismos estatales y autonómicos, y estimular la iniciativa privada. Todo ello supondría una reducción drástica del volumen de la clase política de este país. Nadie duda de que los políticos constituyen una buena parte del problema, y de que son incapaces de aplicar la solución pertinente. Sin embargo, parece que esta propuesta no es viable, pues los mismos que nos condujeron a la situación en la que nos encontramos son los que siguen llevando el timón de nuestra sociedad.
En estos últimos años el Estado ha ido creando e incrementando el número de organismos y agencias (tanto estatales como autonómicas) que, pese a su teórico cometido de garantizar la seguridad y mejorar la calidad de los servicios públicos (incluida la institución universitaria), en la práctica han contribuido a complicar la iniciativa privada con la introducción de solicitudes cuyos procesos de tramitación resultan excesivos, complejos y lentos, obligando al ciudadano a consumir unas energías que debieran invertirse en tareas más productivas y generadoras de riqueza para el conjunto de la sociedad. Se ha llegado a un grado de burocratización que, resultando insostenible e insoportable, parece que no haya tenido otro efecto real que el de ampliar las posibilidades de colocación de personas que giran alrededor de los partidos políticos, personas que, si no se dedicaran a la política, probablemente no sabrían ganarse la vida de otro modo.
La clase política, señalaba Julián Quirós en este periódico el pasado 23 de diciembre, “agudiza su crisis de legitimidad, sigue dopándose con las drogas de las apariencias, el marketing, los eslóganes, las frases huecas. La nada. El vacío (…). Puro poszapaterismo. En vez de convicciones, nos ofrecen apariencias, gestos, trucos, fuegos artificiales. Aparentar más que ser, gesticular más que hacer”.
El propio Benjamin Constant, en su famosa conferencia (‘De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos’) pronunciada en el Ateneo de París en febrero de 1819, ya advertía que una excesiva intervención del poder público “es siempre una molestia y un estorbo.” Y añadía: “Siempre que el poder colectivo quiere mezclarse en operaciones particulares, perjudica a los interesados. Siempre que los gobiernos pretenden hacer nuestros negocios, los hacen peor y de forma más dispendiosa que nosotros.”
Constant instaba a la sociedad a ejercer “una vigilancia activa y constante sobre sus representantes, y reservarse, en períodos que no estén separados por intervalos demasiado largos, el derecho de apartarles si se han equivocado y de revocarles los poderes de los que hayan abusado.” La experiencia muestra, sin embargo, que esta vigilancia y control sobre los representantes presenta dos inconvenientes difícilmente superables. El primero es que la mayoría de los políticos, pese a formar parte de grupos o partidos distintos, adolecen de los mismos defectos, con lo que el ciudadano, al ejercer su derecho de voto, se encuentra generalmente con la enojosa alternativa de votar en blanco o concedérselo a alguien con los ojos vendados y la nariz tapada. El segundo inconveniente, enemigo mortal de la libertad moderna –según el parecer de Constant–, proviene de los propios individuos que formamos la sociedad, quienes “absorbidos por el disfrute de nuestra independencia privada y por la búsqueda de nuestros intereses particulares, renunciamos con demasiada facilidad a nuestro derecho de participación en el poder político.”
Resulta ciertamente sintomático que los políticos vean con buenos ojos esa falta de implicación y participación del ciudadano en la vida pública, limitada tan solo –y en el mejor de los casos– a echar la papeleta en la urna cada cierto tiempo. En este sentido, la inmensa mayoría de la clase política actual parece razonar de forma muy similar a cómo lo expresaba Constant hace casi ya dos siglos: “¡Están completamente dispuestos a ahorrarnos cualquier preocupación, excepto la de obedecer y la de pagar! Nos dirán: ¿Cuál es en definitiva el objetivo de vuestro esfuerzo, de vuestro trabajo, de todas vuestras esperanzas? ¿No es acaso la felicidad? Pues bien, dejadnos hacer y os daremos esa felicidad. No, señores, no les dejemos hacer por muy conmovedor que resulte tan entrañable interés; roguemos a la autoridad que permanezca en sus límites, que se limite a ser justa. Nosotros nos encargaremos de ser felices.”
Este modelo de Estado Social y de Derecho, dirigido por unos gobernantes que, movidos por un afán de poder irrefrenable, no hacen otra cosa que incrementar de continuo la maquinaria administrativa y politizar por completo la sociedad civil, anulando el ámbito de libertad que le correspondería, está agotado y necesita de una urgente reforma. De lo contrario, pereceremos todos. Si –como parece– la organización y estructura actual de los partidos políticos no permite que emerjan como gobernantes aquellos políticos que gozan de las competencias y cualidades necesarias para cambiar el curso de los acontecimientos, la reforma tan solo puede provenir de la sociedad civil, del ejercicio de la libertad de cada uno de sus individuos.
El problema es que treinta años de mimos por parte del papá Estado han generado una sociedad inmadura, caprichosa y poco dispuesta a sobrellevar con entereza los sacrificios que conlleva afrontar la realidad tal cual es, y no la que interesadamente nos presentan nuestros gobernantes. De ahí que una parte de la población parezca incapaz de comprender la necesidad de unos ajustes iniciados ya con el Gobierno Zapatero. Sin duda, se necesita menos Estado y más sociedad civil, menos política y más libertad civil. De lo contrario, la sociedad se infantiliza y vive de espaldas a la realidad y al progreso, perdiendo el control de su propio destino. De ahí al abismo no hay más que un paso.