El matrimonio en la Historia.
Aniceto Masferrer es profesor de Historia del Derecho (Universitat de València) y profesor visitante en la Universidad de Cambridge.
La cuestión del matrimonio homosexual es susceptible de ser abordada desde diversas perspectivas. Una de ellas es la Historia. De entrada quiero poner de manifiesto que apenas sostengo como «incuestionable» e «indiscutible» ningún tema que concierna a la esfera social, pues la sociedad está en constante evolución, y lo que era ayer ha dejado de ser, tal fatalmente como que lo que es hoy, dejará de ser mañana. Tampoco cabe despreciar ni denostar todo lo que provenga del pasado, que constituye la clave y la raíz de la que emana la savia del instante presente que se sucede sin interrupción.
En nuestra civilización, de tradición histórica multisecular, jamás se ha concebido una idea como la aprobada, amparada -según dicen- en una demanda social, cuyo volumen en cifras resulta ciertamente minúsculo, si bien las cifras siempre pueden presentarse falseadas, como ha acontecido en este caso y en otros. Algunos pensarán que apelar a la tradición jurídica al abordar una temática tan susceptible de evolución y cambio como la homosexualidad es un recurso baladí, pero no es así; más bien todo lo contrario. Desde una perspectiva histórico-jurídica, la conducta homosexual ha experimentado una notabilísima evolución: de ser considerada durante siglos como delictiva (pecado nefando, se denominaba en España; crimen infame, en la tradición jurídica continental y anglosajona), ha dejado de ser incriminada por los ordenamientos de raigambre cristiana (a diferencia de los de tradición musulmana).
Resulta perverso tomar de la Historia sólo lo que interesa, desentendiéndose de ella cuando no interesa, y -lo que es peor- tratar como retrógrados a quienes, amparándose en lo que la tradición muestra y enseña, no comparten el parecer convenientemente presentado como «políticamente correcto» en un determinado contexto social, coartando y violentando, mediante la estigma del conservadurismo, a todos aquellos que tienen agallas de nadar a contracorriente y disienten del pensamiento débil que la mayor parte de los mass media presentan como atinado y moderno. Es históricamente falso, y, en consecuencia, inadmisible, sostener que el matrimonio es una institución heterosexual gracias al cristianismo o a su notable contribución en un determinado momento histórico. El matrimonio es anterior al advenimiento del cristianismo, y ha sido siempre una institución heterosexual, con independencia de la existencia, también multisecular, de los homosexuales. Desde el principio de la sociedad humana, por lo menos 3.000 años antes de Cristo, culturas bien dispares han definido el matrimonio como una institución heterosexual, pese a que algunas de ellas hayan podido admitir la forma poligámica (el caso de la sumeria, la babilónica o la musulmana), e incluso la poliándrica, lo cual no empaña su naturaleza heterosexual.
Aunque a lo largo de la historia numerosos aspectos de las diversas instituciones jurídicas han sido objeto de reforma, la heterosexualidad del matrimonio se ha mantenido siempre incólume, precisamente porque se ha entendido como un rasgo esencial de la institución matrimonial, sin el cual, el matrimonio, dejaría de ser lo que es, lo que ha sido y lo que en pro de la misma sociedad convendría continuara siendo. Pretender que el matrimonio homosexual constituya, de verdad, un auténtico matrimonio es tan desorbitado como querer concebir una sociedad anónima sin acciones ni accionistas, permitir que un arrendador se arriende a sí mismo un inmueble, procesar a quien se acusa así mismo de haber hurtado un objeto de su propiedad, o proceder a la apertura y transmisión de los bienes y derechos hereditarios en vida del causante, por poner tan sólo algunos ejemplos. No tendría ni pies ni cabeza. Podría decirse que tales pretensiones no sólo vulnerarían los pilares del Derecho, sino atentarían contra el más elemental principio de no-contradicción que sustenta el sentido común.
Homosexuales, los ha habido y los habrá siempre. Esto es un hecho, y como tal debe ser tenido en cuenta por el Derecho, enmendando lo que tenga que enmendar de su tradición, esto es, trocando la histórica desconsideración hacia este grupo social, tan digno como otro, en salvaguarda de sus derechos e intereses, pero no a costa de desnaturalizar una institución multisecular como el matrimonio, que tantos bienes ha reportado a todas las civilizaciones, arguyendo una discriminación inexistente, pues a la institución matrimonial pueden acceder tanto los heterosexuales como los homosexuales. Sólo nos encontraríamos ante una discriminación si, dada la naturaleza heterosexual de la institución matrimonial, a los homosexuales no se les permitiera contraer matrimonio con una persona de sexo distinto; pero no es el caso, luego no hay discriminación alguna.
Existe un principio jurídico elemental según el cual el Derecho siempre va detrás de los hechos, y es lógico que así sea, pues sólo cuando emerge un problema tiene sentido que el Derecho busque una respuesta. He ahí el interés de las cifras, que suelen hincharse cuando existe un interés político por llevar a cabo una reforma legal que conviene sea presentada como oportuna respuesta a una necesidad o demanda social inexistente o escasa. Esta práctica desgraciadamente viene siendo habitual. En 1981, en vísperas de la introducción de la Ley del divorcio en España, se afirmó que 500.000 parejas estaban a la espera de esta reforma para poder disolver su matrimonio; luego, el número de parejas que solicitó el divorcio en los dos años posteriores a la aprobación de la ley, no llegó al 7% pronosticado. En 1985 se despenalizaba la interrupción voluntaria del embarazo, arguyendo que convenía dar un marco legal a los 300.000 abortos anuales que se calculaban se estaban realizando en la clandestinidad; luego, al año siguiente de la despenalización, sólo se registraron 467 abortos legales.
Ahora la historia se repite al pretenderse legalizar el matrimonio homosexual, reforma que parece perseguir más una determinada línea ideológica que ofrecer una respuesta a una necesidad o demanda social de una mínima envergadura. La escasa demanda social puede subsanarse magnificando las cifras, como se ha hecho. Se llegó a decir por parte del Gobierno que «en España hay 4 millones de homosexuales», lo cual supondría que un 10% de la población española es homosexual; luego, resultó que, según los datos del INE, los españoles que dicen mantener exclusivamente relaciones homosexuales son el 1%; si se sumasen los que declaran haber tenido algún contacto homosexual en su vida, la cifra llegaría al 3%, cifras en consonancia con las que se barajan en otros países de nuestro entorno. A eso se le llama engañar, o manipular…y como decía Aristóteles, la corrupción de la democracia desemboca en la demagogia.
Pese a todo, la ciudadanía no es tan torpe ni tan miope como pudiera parecer, y cuando la opinión pública se ha podido expresar con libertad y sin apremios, se ha manifestado en contra del matrimonio homosexual. El caso americano y el sueco constituyen dos buenos ejemplos. Resulta por lo menos sospechosa la premura con que el Gobierno ha acometido esta reforma legal, sin abrir apenas un periodo de reflexión y debate social, pretendiendo dar al traste con una institución de tradición milenaria. Yo me apunto al progreso, pero no a ese tipo de progresismo. Y al diálogo, no al monólogo dirigista y autoritario de lo políticamente correcto.
Artículo publicado en «El País», el 9 de mayo de 2005.