Centinelas del futuro

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 4 septiembre 2011.

Centinelas del futuro
Por Juan Alfredo Obarrio. Profesor Titular de Derecho. Universitat de València.

En la portada de algún periódico de tirada nacional, de cuyo nombre no quiero acordarme, se preguntaba ¿A qué viene el Papa? Por pura coherencia e higiene intelectual hay lectura que no recomendaría ni al más aventajado de mis alumnos, quizá porque con la experiencia que dan los años he llegado a comprobar que el sueño de la sinrazón produce unos monstruos de papel que pueden conducir a nuestros jóvenes estudiantes a una ardiente oscuridad, a una pasividad y a un conformismo que casan muy bien con los ideales del Nuevo Régimen, con esa progresía cada vez más acomodada –en el poder y en el dinero–, pero que, a mi juicio, nada tiene que ver con el espíritu crítico, con ese ansia de conocimiento, de búsqueda de valores y de caminos sobre los que debería transitar nuestra juventud, como así nos lo hizo ver mi admirado Herman Hesse, cuando, en esa novela única e irrepetible llamada ‘Demian’, el personaje de Pistorius afirma: “Por eso la mayoría de los seres humanos vive tan irrealmente; porque creen que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse. Se puede ser muy feliz así, desde luego. Pero cuando se conoce lo otro, ya no se puede elegir el camino de la mayoría. Sinclair, el camino de la mayoría es fácil, el nuestro es difícil. Caminemos”.

Ante la pregunta formulada, cabe, únicamente, una respuesta elaborada a tenor de la reflexión de lo oído y de lo sentido, porque, como en la fe, la palabra es lo que une, la que busca y encuentra compañeros de viaje con los que dialogar. A mi juicio, la respuesta está implícita en el temor de quienes formulan la pregunta, de quienes no pueden comprender que, a su juicio, una cuestión aparente superflua e inútil como es la existencia de Dios se convierta en uno de los temas más candentes de la sociedad, hasta llegar a despertar la pasión de millones de jóvenes –lo que ha provocado su decepción y su desencanto–, máxime cuando llevan siglos proclamando su muerte y la de su Iglesia. Es el eterno conflicto entre quienes sostienen que el hombre gira en torno a sí mismo, y quienes confesamos a Dios, la inteligencia creadora, como persona, y, por tanto, como conocimiento, palabra y amor.

A esta defensa de la vivencia de la Palabra y del Amor es a lo que ha venido el Santo Padre. Y lo ha hecho –como lo hiciera Sócrates en su día– en el escenario donde el hombre puede expresar mejor sus razones y sus argumentos, sus aptitudes intelectuales y morales: en el escenario providencial de la Ciudad, allí donde tienen cabida las preguntas y las respuestas que remiten al mundo interior del hombre, porque, como sostuvo el propio Benedicto XVI: “Hay palabras que solamente sirven para entretener, y pasan como el viento; otras instruyen la mente en algunos aspectos; las de Jesús, en cambio, han de llegar al corazón, arraigar en él y fraguar toda la vida. Sin esto, se quedan vacías y se vuelven efímeras. No nos acercan a Él. Y, de este modo, Cristo sigue siendo lejano, como una voz entre otras muchas que nos rodean y a las que estamos tan acostumbrados”.

Por esta razón, a nuestros jóvenes no les tiene que soliviantar las amenazas y las voces amedrentadoras de quienes defienden un agnosticismo dogmático y un laxismo moral – “que nada ni nadie os quite la paz” –, ni les debe perturbar que las cuestiones y los argumentos esgrimidos por el Papa queden desvirtuados y ridiculizados en algunos medios de comunicación –blasfemat quod ignorat–. Este no es un hecho novedoso. En concreto, el escritor y filósofo C. S. Lewis, en su obra “Cartas del diablo a su sobrino”, nos enseña cómo un demonio superior llamado Escrutopo, ante las dudas que le asisten a un principiante sobre el arte de seducir al hombre, y de que éstos pudieran leer los libros de los sabios antiguos, y así descubrir las huellas de la verdad, le tranquiliza con la siguiente aseveración: “la única cuestión que con seguridad nunca se plantearán es la relativa a la verdad de lo leído”. Lo que les debe llevar a pensar a esta generación, a estos centinelas del futuro, es que sus vidas no pueden nutrirse de los eslóganes vacíos y fatuos de la nueva mercadotecnia, sino con aquellos escritos que han enriquecido nuestras conciencias, y que nos enseñaron que nunca puede ser anacrónica la confianza en buscar la verdad, porque es justamente en la Verdad donde resuena la voz de la realidad salvadora y transformadora: “¡Ánimo, yo he vencido al mundo!” (Jn. 16, 33). Esta es la certeza que nos sostiene a los cristianos, esta es la mejor brújula para el camino, la que nos permite vivir el presente con optimismo y fe, la que nos invita a no avergonzarnos del Señor.

Quedan aún días de reflexión, y años para ir comprendiendo y viviendo la invitación que ha hecho el Papa para que las palabras recogidas en los Evangelios sean en nosotros “espíritu y vida”, raíces que alimentan nuestro ser, pero el tiempo vivido en estas jornadas quedará almacenado en nuestras volubles y quebradizas almas como un tiempo en el que comprendimos, en toda su plenitud, que la cruz no fue el desenlace de un fracaso, sino la entrega más intensa y amorosa de una vida: la de Dios hecho hombre.