Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 4 octubre 2009.
Derecho a la vida y sentido común
Aniceto Masferrer. Profesor Titular de Historia del Derecho. Universitat deValència.
Aunque pueda ser cierto que, en algunas ocasiones, el sentido común (o el common sense, como dicen los anglosajones) resulte el menos común de los sentidos, en general suele constituir una fuente bastante más fiable que la proveniente de los argumentos esgrimidos por quienes son incapaces de reconocer lo evidente.
La actual reforma de la legislación sobre el aborto constituye, en este sentido, un ejemplo paradigmático. No parece necesario ni oportuno recordar aquí algunas de las afirmaciones realizadas por algunos de nuestros gobernantes a la hora de defender una reforma legal que no sólo pretende ampliar los supuestos legales de aborto (tanto a mayores como a menores de edad), sino presentar la acción de abortar como una opción tan ética como cualquier otra, siempre y cuando sea esa la voluntad de la madre (no la del padre, quien parece tener poco o nada que decir al respecto). El fundamento de tal dislate es bien sencillo: lo que hace moralmente lícito o ilícito un acto no es tanto la bondad o maldad del acto mismo como el que uno lo haya llevado a cabo ejercitando su libérrima voluntad, erigiéndose la misma libertad en la primordial fuente de bondad moral o moralidad. Decía Locke que la libertad no es otra cosa que realizar lo que la voluntad ha decidido previamente. Aunque él hablaba en un plano político, en el cual esta noción de libertad resultaba básica en su Contrato social, pensadores posteriores la emplearon y aplicaron ya al terreno personal o humano, constituyendo hoy en día un referente de moralidad para quienes, pese a actuar con escasa integridad moral, siempre pueden ampararse en el libre ejercicio de su autonomía para justificar lo injustificable.
Ahora bien, si es bueno todo aquello que, siendo legal, uno decide hacer, ello significa que la bondad no sólo proviene del ejercicio de la propia autonomía, sino también de lo que la legislación prescribe. ¿Qué ocurre cuando lo que yo quiero hacer no resulta permitido legalmente? En este caso, la ley debe tener prioridad, salvo que se trate de un caso de objeción de conciencia (actualmente, en clara regresión, pues parece ser visto como amenaza al interés colectivo). Luego, la ley está por encima de la libertad individual, idea desarrollada ya por Hobbes, Rousseau y Voltaire, quienes siguieron la estela marcada por Locke.
Es bien sabido que actualmente en la ONU existen notables presiones, provenientes en buena medida de la nueva administración americana de Obama, encaminadas a presentar el aborto como un “derecho de la mujer”, que de lograr lo que se pretende, el aborto sería considerado internacionalmente como un “derecho de la madre” de reconocimiento obligatorio por parte de todos los Estados, pudiéndose sancionar o aplicar medidas disciplinarias a los países que no quisieran considerar el aborto como un derecho. Se pasaría, pues, de la legalización del aborto en aras de la libertad, a la sanción de los Estados soberanos que no comparten este parecer, pues en este caso no hay libertad que valga. He ahí la “nueva libertad” de corte progresista, ancha y carretera para algunas cosas, angosta y restrictiva para otras.
Hace unos pocos días, comiendo con varios colegas, una profesora de Universidad nos comunicó la feliz noticia de que estaba embarazada. Su alegría resultaba patente. Alguien le preguntó si sería niño o niña, a lo que ella repuso que todavía no se sabía porque tan solo tenía cuatro semanas. A nadie se le ocurrió preguntar quién o qué era lo que tenía cuatro semanas. Hace poco la mujer de un amigo mío tuvo un aborto natural y lo ha pasado bastante mal, no por ver frustrada su ilusión por ser madre, sino porque era plenamente consciente de que lo que llevaba en su seno era “otro” al que había empezado a querer con corazón de madre. A mi juicio, una madre –y un padre– no debieran dar jamás la espalda a este “otro”, con independencia de que algunas organizaciones internacionales o las leyes de algunos Estados postulen o regulen lo contrario. Esto es, por lo menos, lo que dicta el sentido común de mucha gente corriente, consciente de que el camino más fácil a corto plazo puede terminar convirtiéndose en el más doloroso. Hablar de un “derecho de la madre a abortar” resulta un contrasentido. Si fuera realmente madre, jamás querría abortar, y menos aún erigir esta conducta en derecho subjetivo. Si no, pregúntenselo a las propias madres, de las que se habla mucho pero apenas se las deja hablar, quizá porque la mayoría de las que han abortado alguna vez prefieren no hablar al respecto, y las que no han abortado ni quieren abortar ni se las quiere oír.